El Chef de la Política
¿Por qué reducir el número de asambleístas no es una buena idea?
Politólogo, profesor de la Universidad San Francisco de Quito, analista político y Director de "Pescadito Editoriales"
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A primera vista, la idea de reducir el número de asambleístas, y como consecuencia de ello, disminuir el gasto público que esa extraña fauna representa en términos salariales, suena plenamente convincente. Igual de convincente es pensar que, con menos asambleístas, se requerirán menos asesores, asistentes y en general personal que mes a mes le representa una erogación monetaria al Estado. Si vivimos en un país en el que los recursos públicos siempre son deficitarios, dejar de entregar lo poco que hay a un grupo de actores políticos que aportan mínimamente para destinarlo a otros sectores prioritarios, no debería tener oposición alguna. Sin embargo, no todo es tan simple.
Bajo el discurso de la eficiencia de los recursos públicos no se puede desarticular sin criterio alguno las instituciones del Estado. Bajo esa lógica, lo óptimo sería desaparecer el poder legislativo y entregarle sus facultades a un pequeño consejo de sabios o directamente al presidente de turno. Hay que decirlo una vez y otra vez: la eficiencia en el gasto público debe ser una prioridad del país, desde luego, pero a partir de parámetros diseñados de forma profesional. Si nos dejamos seducir por la idea de que la reducción del aparato estatal tiene que darse de cualquier forma, mañana se pondrá sobre la mesa de discusión ideas tan protervas como la disminución del número de jueces, fiscales o tribunales de justicia.
Otro argumento que se usa para empujar la propuesta de reducir indiscriminadamente el número de asambleístas es que, si tenemos menos legisladores, la calidad de la toma de decisiones aumentará. Superficialmente ese argumento suena bien y es vendible electoralmente; no obstante, no resiste el más mínimo examen. Si queremos elevar el nivel de discusión de la legislatura, lo que es el deseo de todos, las reformas que se deben generar están en la mayor exigencia para la constitución de las organizaciones políticas o en determinados requisitos de afiliación para candidaturas de elección popular. Mientras no nos detengamos en esas dimensiones de análisis, que a ningún actor político le interesa, reducir el número de asambleístas no va a generar ningún tipo de cambio. Por el contrario, con menos caras visibles en la Asamblea Nacional, sus paupérrimos desempeños serán más evidentes al ojo público.
En términos políticos, reducir el número de asambleístas sería un gravísimo golpe a la de por sí diezmada democracia ecuatoriana. Si se aprueba esa reforma constitucional, Ecuador pasará a ser el país de legislatura unicameral con el menor número de representantes por cada cien mil habitantes en toda América Latina. Ese dato no es halagador pues quiere decir que el vínculo entre mandantes y mandatarios se tornará más distante. A medida que un asambleísta representa a un mayor número de ciudadanos, su cercanía con los requerimientos de sus votantes se diluye. Esa es la máxima que opera en este caso. Si ya el país tiene un serio problema de vinculación de las demandas de la población con las plataformas partidistas existentes, la reducción del número de asambleístas contribuirá a que esta debilidad del sistema político se afiance.
Lo dicho no es cuestión teórica solamente. Por el contrario, tiene profundas implicaciones prácticas. Dado el errático desempeño de nuestra legislatura y el consiguiente desapego ciudadano, características que no se avizora que vayan a cambiar, las posibilidades de que la población observe a la democracia como un régimen político fácilmente sustituible por su antónimo, el autoritarismo, pueden ir en ascenso. Hay que tomar en cuenta que, a la fecha, Ecuador está entre los países latinoamericanos en los que los valores democráticos están menos sedimentados. Con una mayor desconexión entre mandantes y mandatarios, lo que inevitablemente se produce al tener menos asambleístas, ese maridaje de factores puede producir una explosión social de impensables consecuencias en el mediano plazo.
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Reducir el número de legisladores no es una buena idea. El argumento económico es endeble y el político insostenible. El país entero clama por una legislatura que funcione mejor; sin embargo, reducir el número de legisladores no resolverá ese problema. Por el contrario, los efectos pueden ser letales. A pensar bien antes de aprobar esta reforma constitucional.