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De la Vida Real

Cosechando Nubes

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

25 nov 2024 - 05:50

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Uno de mis primeros recuerdos es el día en que a mi ñaño y a mí nos vistieron elegantes para ir a conocer las escaleras eléctricas en un centro comercial. Yo tenía cuatro años, y él, unos seis. 

Iba de la mano de mi mamá cuando vi a una señora que parecía estar haciendo nubes en una máquina. Nos acercamos y la señora me dio un pedacito de lo más sublime que había probado en mi vida. Era algo suave, con textura, y en cuanto tocó mi lengua desapareció, dejando un sabor dulce que aún recuerdo clarito.

Mi mamá me compró uno enorme, solo para mí. Era tan grande que tuve que sostenerlo con las dos manos. Cada mordisco era un milagro, y no quería que se acabara nunca. Pero, mientras lo comía, sentí miedo. ¿Y si no volvemos a ese lugar tan grande y frío? ¿Y si nunca más puedo comer algodón de azúcar? Después de ese día, cada vez que veía las nubes en el cielo, me daban ganas de estirar la mano, arrancar un pedacito y comérmelo despacito.

Lo que no entendía era cómo alguien podía “cosecharlas”. Las nubes estaban tan altas. ¿Cómo las bajaban? ¿Cómo las metían en esa máquina mágica que las hacía dulces para dárselas a los niños? Durante años soñé con ir al cielo a recoger nubes yo misma.

No sé qué edad tenía cuando mis papás nos llevaron al parque La Carolina a una función de títeres. Ahí las vi otra vez. Estaba una señora vendiendo algodones de azúcar. La felicidad que sentí al descubrir que no solo los vendían en ese centro comercial, era enorme. Corrí hacia mi mamá.

— ¡Aquí también venden algodones de azúcar! —le dije, feliz.

Fuimos a comprar uno. Cuando le di el primer mordisco, sabía exactamente igual al primero que había probado. Me comí entero, mirando fascinada cómo la señora sacaba uno tras otro de esa máquina mágica.

— ¿A qué hora cosecharán las nubes? — me preguntaba. ¿Cómo viajará al cielo? ¿En qué las traerán?

Ese día pedí otro algodón. Y otro más. Para mí, comer nubes era un milagro, para mis papás, un atentado para mi salud. Una vez me comí algodón normal. Fue horrible. Casi vomito. Mi abuela, bravísima, me dijo:

— Eso no se come. No puedes comer todo lo que ves, Valentina.

Ya de grande, fui a un parque de diversiones con un novio. Vi un puesto de algodones de azúcar y, como siempre, compré uno. Le dije:

— No entiendo cómo hacen esta delicia.

Él, muy sobrado, me respondió:

— Es fácil. Le ponen azúcar, y con el calor se convierte en hilos que se enredan entre sí. Así sale el algodón de azúcar.

Esa explicación me pareció tan absurda que juré que, si algún día tenía una máquina para hacer algodones de azúcar, les contaría a los niños que yo me levanto de madrugada, cuando nadie me ve, para ir al cielo a cosechar nubes.

(Entre paréntesis: también creía que las manzanas acarameladas crecían en árboles. Pero nunca me gustaron tanto como el algodón de azúcar).

Cuando tuve hijos, les conté mi historia sobre las nubes. Ellos me creyeron. Hasta que un día, en la guardería, les explicaron que las nubes son solo vapor de agua. Y los muy traidores prefirieron creerle a su profesora y no a mí. Pero yo seguí soñando con tener mi propia fábrica de algodón de azúcar.

El momento llegó este año, cuando mis hijos, ya grandes, tuvieron que hacer un proyecto escolar sobre negocios. Mi corazón y mi mente se alinearon: "Es ahora o nunca". Me conseguí una máquina profesional para hacer algodón de azúcar, y les aseguré a todos que yo me levanto de madrugada para ir al cielo a cosechar nubes.

Ahora las nubes no solo saben a azúcar: también tienen colores y sabores. Mientras hacemos algodones, les cuento historias a mis hijos. Ellos sacan los valores, y yo fabrico los sabores.

Las nubes saben a caramelo, a piña, a chile, a sandía y a café para los más grandes. Cuando se va la luz, sabemos que es hora de descansar. Limpiamos el desastre, envasamos los algodones y los dejamos listos. Ahora las nubes también vienen en vasos, con tapa doblemente asegurada.

Mis hijos se van, y yo me quedo sola, terminando de limpiar. Aprovecho el silencio para comer un poco de algodón de azúcar y recordar la primera vez que lo probé. Es increíble que, después de tantos años, el sabor siga siendo el mismo. Tal vez sea porque, muy temprano, cuando todos duermen, voy al cielo a cosechar nubes. Solo que ahora vienen con sabores y colores y, se hicieron internacionales, porque mi hija decidió llamarles “cloud candy”, así en inglés.

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