De la Vida Real
Puembo: cuando una feria te abraza
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
Actualizada:
Fue mi segunda feria. La primera fue un desastre completo que me dejó claro que no todas las experiencias son iguales.
La Feria de las Flores, en Puembo, es otra cosa. Ahí todo funciona. Parece que alguien hubiera dicho: “Hagamos una feria donde todo esté en su lugar, ningún visitante se pierda y la organización sea tan buena que dé ganas de aplaudir”. Puembo es eso: un ejemplo de lo bien que se trata al artesano y de cómo se arma un evento donde todo fluye.
Algo que me encantó: no aceptan cosas de segunda mano ni recompradas. Aquí no hay espacio para la viveza criolla de “encontré por ahí y lo vendo”. No. Aquí todo es hecho a mano. Hecho con horas de trabajo, con cariño y, a veces, con una que otra frustración que no se cuenta, pero que se siente.
Yo llegué con media mesa. Con los libros, los kits para lectores y jarros sublimados con ilustraciones botánicas de mi mamá, y con una fe incierta. Después de mi primera feria no estaba para ilusionarme mucho. Por si acaso, busqué en Google un rezo a San Judas Tadeo para que me vaya bien y, en silencio, repetía mis plegarias sin que nadie se diera cuenta.
Además de los jarros de losa, cerámica y para tintos, también hice tote bags. Aquí confieso algo: parecían bolsos para niñas. Me quedaron muy chiquitas. Igual vendí algunas. Cuando me pedían más grandes, decía: “Uy, ya se me acabaron”, pero en realidad lo que se me acabó fue el cálculo del tamaño.
Aun así, tuve éxito. Ahora tengo que aprender a vender sin morirme de vergüenza, a mostrar lo que hago en redes sin sentir tanta inseguridad. Ese crecimiento personal lo dejaré para después.
Para una feria hay que trabajar meses antes: buscar proveedores, comprar materiales, equivocarse varias veces, repetir, llorar un poquito (esto es opcional), volver a intentar. Hay un trabajo previo enorme. El día de la feria hay que llegar dos horas antes y ahí empieza el espectáculo: las puertas de los carros abiertas, cajas que salen, hijos, esposos y papás cargando las cosas y ayudando en todo.
Las expertas llevan unas cajas de plástico divinas, donde están los objetos ordenados con precisión quirúrgica. Otras los llevan en maletas de viaje. Yo llevé en cajas de cartón que se fueron rompiendo hasta llegar a mi puesto.
Luego viene la puesta en escena. Algunas expositoras acomodan sus productos como si estuvieran montando un museo. Yo arreglé todo en cinco minutos y me puse a conversar con la vecina, mientras ella, sin perder el hilo, acomodaba ritualmente cada pieza. Es experta en ferias.
Más tarde llegaron mi prima y mi tía. Revisaron mi mesa, se miraron entre ellas y, en cuestión de segundos, la desarmaron entera y armaron otra versión, más bonita, armónica y profesional.
Las ferias tienen su encanto. Mis hijos vendían algodón de azúcar lejos de mí. El Wilson, mi marido, me decía: “Anda a verles a los guaguas, yo te cuido la mesa”. Y claro, yo me iba, pero desde lejos le veía cruzado de brazos y serísimo. Obvio que así no se vende nada. En una feria hay que invitar, llamar, sonreír, contar, exagerar un poquito y ser bastante insistente. Había ratos que me sentía un poco acosadora, pero lograba cerrar la venta.
Las ferias permiten que la gente toque, pregunte, vea de cerca los productos. Dan una oportunidad que las tiendas en línea no tienen. Hay momentos muertos, claro. Ahí veía a las expertas haciendo videos, tomando fotos, trabajando para sus redes. Yo, en cambio, apenas tomé dos fotos. Preferí canjear productos con mi vecina.
Pobre Vero, no sé qué hará con tantos jarros que le intercambié. Ella hacía corazones de cemento blanco pintado y bellezas repujadas en hojalata. Ahora mi casa parece un altar. Quedó divina.
Y Puembo… Puembo se merece un párrafo aparte. Tiene eso bonito de los lugares bien hechos: respeto, orden, cariño y un compromiso real con el artesano. En este lugar el trabajo hecho a mano se valora de verdad. Y te dicen: “Gracias por hacer algo tan lindo”, y eso, créame, vale más que todo.
Y sí, a pesar de mis miedos, de mis tote bags diminutas y de mis cajas rotas, salí de esa feria orgullosa de todo el trabajo que puse al hacer mis productos. Sí, me dio pena no poder pasearme un poquito más viendo todas las maravillas que había. Debo confesar que me compré algunas cositas a toda velocidad. Eso es una feria: vender, pero también gozar del shopping.