De la Vida Real
Fútbol: la pasión que no entiendo

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Si yo hubiera tenido que trabajar en algo que tenga códigos, me hubieran despedido al día siguiente. No entiendo los códigos, ni los números, ni las estrategias. Soy pésima para eso. Lo mismo me pasa cuando alguien habla de fútbol: no logro entender ni la pasión, ni lo que hablan, ni las estrategias. Mucho menos entiendo los nombres de los jugadores ni los miles de campeonatos, nacionales e internacionales, que hay simultáneamente.
Y mi vida es con tres hombres que lo único que hacen es hablar de fútbol, jugar fútbol, ver fútbol. Cuando llega el Wilson, mi marido, a la casa, lo primero que dice al ver a los guaguas es:
—¿Vieron el golazo que metió Moisés Caicedo? ¡Ya con eso quedaron campeones!
Y mis hijos, el Pacaí y el Rodri, le entienden. Y comentan como si se tratara de algo trascendental. Pero no, es fútbol.
Para escribir este artículo, le pedí prestada la computadora al Rodri, y de la nada llegó un mensaje de WhatsApp que decía:
Grupo fútbol: “El sábado la mami se va a un almuerzo con sus excompañeros del colegio. ¿Qué será de pedir, pizza o shawarma?”
Por respeto, traté de no abrir el mensaje. Lo que leí fue por la notificación flotante. Pero me sentí traicionada. Aparte del chat familiar, tienen un chat paralelo en el que no estamos ni mi hija Amalia ni yo. Traté de ser comprensiva, de respetar sus espacios y su pasión, pero no pude. En la noche le reclamé al Wilson, quien, muy relajadamente, me respondió:
—Chi, ese chat lo tenemos hace años, y es para hablar de fútbol.
Me enseñó el chat. Solo hay videos de fútbol, análisis de fútbol, memes de fútbol. Y entre tanto y tantos mensajes, se ponen de acuerdo para ver un partido:
—Hoy juega Independiente vs. El Nacional.
Ahí entendí cómo es que siempre saben quién juega y cuándo. Para mí era algo inexplicable, como si todos recibieran el boletín oficial de la FIFA.
Es tal la obsesión que tienen por cualquier partido, que la próxima semana nos vamos a la boda de mi amiga en Manta, y los tres están preocupadísimos por dónde ver el partido de Ecuador… contra ni sé quién. Entre ellos discuten si la señal es pirata, si hay que llevar cable HDMI, si mejor le llaman a mi ñaño para ver si podemos ver el partido en su casa en La Concordia y, de paso, quedarnos a dormir ahí.
Mi ñaño, que es un ser racional e inmune al fútbol, hizo toda una gestión para averiguar qué amigo tiene señal pagada, para que su cuñado y sus sobrinos puedan ver.
Otra cosa que no entiendo es la odisea que arman para conseguir entradas para ir a verle al Independiente del Valle. Es una locura. No sé por qué nunca hay entradas, pero hacen mil gestiones hasta que consiguen. Y hablan entre ellos:
—Solo hay en general.
—No hay en tribuna, pero no importa porque está más barato.
—Ya se acabaron las entradas.
—Era de haber comprado antes.
¡Pero si ya saben que nunca hay! ¿Para qué quieren ir a morirse de frío al estadio? Y luego se pelean conmigo porque les mando con guantes, bufandas, chompas y gorros. Cuando veo las fotos, mis hijos están solo con la camiseta del Independiente. Parece que el frío no aplica cuando uno lleva puesta la camiseta de su equipo.
Es una devoción sin límites. Entre los tres no hacen otra cosa que hablar de jugadores y entrenadores. No importa de qué equipo ni de qué nacionalidad. Pueden nombrar alineaciones enteras de equipos daneses y yo ni siquiera sé cómo se llama el arquero de Ecuador. ¿Galíndez? ¿Domínguez?
Lo bonito es que esa fiebre futbolera me ha unido más con mi hija Amalia. A ella tampoco le interesa el fútbol, aunque le encanta ir al estadio porque dice que venden un montón de comida y se divierte viendo cómo la gente grita y se emociona.
—Ma, es como ir a un concierto, pero con menos coreografías y más insultos al árbitro —me cuenta.
Mientras ellos ven fútbol, nosotras vemos películas y series. También nos hacemos tratamientos para el pelo y nos ponemos mascarillas en la cara. Pasamos muy alhaja. Eso sí: la tele de mi cuarto no la tocan. Ellos usan la de la sala. Y saben que está terminantemente prohibido comer en los cuartos.
Pero, para su mala suerte, leí otro mensaje que decía:
Rodri: “Pa, el sábado que es la final de la Champions, porque Pacho puede salir campeón, ¿podemos comer en el cuarto?”
Wilson: “Claro, pero no le contarán a la mami.”
Y yo, ante eso, prefiero hacerme la loca.