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De la Vida Real

Ser mamá con una mano menos

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

12 may 2025 - 05:50

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Una semana antes del Día de la Madre me caí y me rompí un huesito de la muñeca derecha. También se me inflamaron los ligamentos y mi mano fue brutalmente inmovilizada, provocándome una terrible crisis existencial.

Y ahora, los días que no venga la Yoli, mi ángel de la guarda, ¿cómo voy a arreglar la casa?, ¿cómo voy a cocinar? Por 28 días no podré usar la computadora, ¿cómo voy a trabajar? Debo reconocer que el fatalismo que hay en mí siempre gana a la racionalidad.

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La primera persona a la que fui a contar mi tragedia fue a mi mamá, quien, con total calma y sabiduría, me dijo que vea las cosas con tranquilidad, que ella me va a ayudar en lo que necesite.

Mi mamá... no sé qué don tiene para ver las cosas con lógica, sin drama.

Cuando le conté a mi papá, sentí que pudo vivir mi angustia. Solo me dijo:

—¿Cómo vas a hacer, Tinita mía? Te tienes que cuidar. Si no te cuidas puede que te tengan que operar, y con los años hasta puedes perder la movilidad total de la mano. Debes hacer todo lo que el médico te diga, porque, caso contrario, puede ser fatal. Tinita, lo que necesites me pides, pero tú has reposo absoluto.

Mi mamá le explicó que no era para tanto, pero mi papá no le creyó.

Cuando vinieron mis hijos del colegio y me vieron con este espantoso aparato en el brazo, se organizaron entre ellos. Se pusieron de acuerdo: quién va a lavar la ropa, los platos, y se comprometieron en que cada uno iba a tender su cama y ayudar en todo.

Sentí alivio y calma al ver lo bien criados que están mis hijos, y lo solidarios que les he formado. Me sentí tan orgullosa del trabajo que hemos hecho el Wilson y yo como padres.

Hasta que, a la hora de lavar platos, se pelearon. Porque ensucian tanto que, por primera vez, tomaron conciencia de cómo dejan la cocina.

Luego se pelearon porque el Pacaí ( 14 años) no quería sacarse el uniforme para lavar. La Amalia (10 años) le daba órdenes como sargento y el Rodri ( 10 años) puso a lavar solamente su uniforme y nada más que su uniforme.

Iban cuatro días de su organización y cada vez la cosa se ponía peor, pero el Wilson, mi marido, me dijo:

—Déjales que ellos solos hagan las cosas. No te metas. Deja que ellos se pongan de acuerdo.

Y la crisis existencial maternal se apoderó de mí. Soy mala mamá, no les he enseñado autonomía, no saben comer papaya si no está pelada y cortada en cuadritos ¿Qué clase de niños estoy criando? Me atormento. Pero, al mismo tiempo, veo que la casa funcionaba. Los tres se van con uniformes limpios al colegio. Cada vez hay menos platos y vasos en la cocina. Para la cena ellos me preparan algo y aunque las peleas no desaparecen, noto que llegan a acuerdos bastante racionales.

Mis papás, las tardes, bajaban a visitarme y, según ellos, a ayudarme... pero no hay mucho que hacer.

Los días pasan. Ayer me llevaron el desayuno a la cama, con pan tostado y huevos revueltos con champiñones. Hicieron floreros con flores del jardín de la abuela. Cada niño me entregó la manualidad que preparó en la escuela.

Lloré. Les abracé. Total, ser mamá es admirar cada cosa que hacen los hijos.

Y como regalo familiar, me dieron un poncho con capucha. Según el Wilson, para que esté calientita y no me duela el brazo al ponerme un saco. Nada en la vida me ha hecho más feliz que este poncho. Qué maravillosa de prenda. No me los he sacado en 24 horas.

En toda esta experiencia rara que estoy viviendo, me he dado cuenta de lo increíble que es ser mamá, cómo les he disfrutado a mis hijos dentro de todo este caos. Siento que les estoy conociendo de verdad: todas sus fortalezas y debilidades.

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Y también, qué lindo es ser hija, porque mis papás, sin hacer mucho, bajan a visitarme, me hacen la conversa mientras los niños preparan algo para comer.

Siendo sincera, podría ser mucho más productiva en la casa, pero no puedo negar lo delicioso que se siente soltar tanta responsabilidad autoimpuesta y disfrutar un ratito de la no obligación maternal. Y estoy muy orgullosa de los hijos que tengo, aunque la Amalia se olvidó de apagar la olla y casi quema la casa, el Rodri, en una lavada de ropa se acabó un tarro de detergente y nos tocó hacer seis lavadas más para enjuagar tanto jabón, y el Pacaí, por despistado, hizo un pastel de chocolate y puso maicena en vez de harina: quedó incomible.

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