De la Vida Real
No soy señora de perrhijos
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Nunca fui una señora de perrhijos. No nací con ese chip.
Mi maternidad llegó por el camino humano, real y agotador: tengo tres hijos de carne, hueso, carácter y opinión. Con ellos hablo, peleo, negocio, me hago de buenas, me desvelo y, a veces, pierdo la paciencia. Soy mamá de tres personas. Eso ya es bastante ejercicio emocional como para, además, fingir que todos los animales de la casa son bebés humanos atrapados en cuerpos peludos. Hasta la palabra peludos me cae mal.
Y aquí estoy: rodeada de animales que claramente no reciben, por mi parte, los mimos que ahora nos obligan a hacerles a los animales.
Primero está la Oreo. La perra que, si yo me muero, ella se muere conmigo. Tiene una dependencia emocional tan intensa que ni un psicólogo canino podría dar con la terapia. Me sigue al baño, a la cocina, a la cama, a la vida. Jura que somos una sola entidad. No se separa de mí ni un segundo. Llora si no la acaricio. Raspa las cobijas para meterse debajo, como si ahí estuviera la solución a todos sus problemas existenciales. Es insoportable. Duerme en mi cama. Usa vinchas con lazos. Y, a pesar de todo, después de seis años, la amo. Pero me niego, a decirle “mi bebé”. Ella es una perra. Intensísima, sí. Pero perra.
Luego está la otra perra, la que le regalaron a mi hija. No tiene raza, pero algo de golden se le coló en los genes. Es lo más lindo que existe. Y, además, es sabia. Ella sabe que es perra. No entra a la casa. No pide comida. No invade. No se aloca si la acaricio. No exige. Me quiere de lejos, y yo la quiero así. Nos respetamos. Tenemos claros los roles de identidad. Ella es perra. Yo soy humana, y así nuestra relación es perfecta.
Y después está la Caya.
¡Ay, la Caya!
Ella es finísima. Demasiado. Le regalaron a mi papá, pero mi hija se adueñó de ella el instante en que la vio. La Caya entra a la casa como dueña y señora. Se come la comida de la gata, de Oreo y la que encuentre. Opina. Habla. Decide. Me enerva. Está gorda. Muy gorda. Va botando todo a su paso y no le importa. Si fuera gato, sería idéntica al de la Cenicienta: hace travesuras cuando nadie le mira y luego se tira con las patas hacia adelante, la cabeza en el suelo, fingiendo inocencia. Y lo logra, y me roba el corazón. Es que es tan linda.
La Caya sabe que es bella. Lo sabe, y sabe usar su belleza para lograr lo que quiere. Su pelaje cautiva. Manipula. Encanta. Se ríe. Sí: yo veo cómo se ríe cuando le asusta a la gata y la gata se trepa por las paredes. La Caya se queda abajo, satisfecha, disfrutando el caos. Nos tiene a todos babeando. Es enormemente caprichosa.
La Caya decide no salir de la casa. O, mejor dicho, decide que nosotros salgamos corriendo a abrirle la puerta cuando ladra. Porque, para entrar, no pide permiso: se nos entra de la manera más invasiva posible. Abrimos la puerta y ella ya está adentro de la casa. Y para salir, da dos ladridos y nosotros corremos para que la reina salga.
Y ahora nos pidieron la mano de la Caya.
Y eso fue bastante literal.
Está en celo y pronto será madre. La familia entró en crisis. Yo sufro porque una perra con tanta vanidad no va a tolerar los estragos de la gestación. Ni los antojos. Ni la pérdida de figura. Pero es perra: su instinto la guiará. El problema es que se humanizó sola. Se dio un rango que nadie le otorgó. Un animal es un animal, pero la Caya no sabe a qué reino pertenece.
Veremos qué pasa en este cruce genético.
La relación con cada animal es una historia aparte: íntima, sincera, personal. No hay manual. Yo no soy una señora de perrhijos. No les hablo como humanos. Me enerva que se suban a los muebles, que entren a mi cuarto. Yo me encargo de educar a tres hijos. Las mascotas, que se eduquen solas, porque es agotador: no hacen caso.
Si por la Caya fuera, iría al colegio, tendría novios, rompería corazones, sería la popular. Ahora se enamorará, se preñará y luego lo olvidará.
Así son los animales.
Y está bien quererlos sin convertirlos en hijos. Normalicemos eso también, sin que nos sintamos malas personas.