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De la Vida Real

Entre el piano y la palabra

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

16 jun 2025 - 05:50

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El espacio estaba listo, con 80 sillas para los invitados. Debajo del piano cola, negro, había un gran ramo de rosas rojas.

La cita era a las siete de la noche, y los amigos empezaron a llegar a las siete y media. Se sentía la emoción: se trataba del lanzamiento del libro de Alicia Coloma de Reed, 'Las mujeres y la música'.

  • Ella me enseñó a escuchar lo que no está escrito

Alicia es una mujer de mirada firme y voz clara. Pero esa noche, además del libro, lo que se respiraba era música clásica. El invitado especial: Carlos Juris, el pianista, el discípulo y el alumno estrella de Memé Dávila de Burbano.

La velada comenzó con discursos. Primero, el de bienvenida. Luego subió al escenario el hijo de Memé. No hizo un homenaje solemne, hizo lo que solo un hijo puede: traerla de vuelta con una anécdota de su infancia.

—Cada mañana, antes de que fuéramos al colegio, mi mamá nos hacía tocar el piano, a mi hermana y a mí, durante 30 minutos. Era su forma de nutrirnos. Así era mi mamá: apasionada por todo lo que hacía y creaba.

Memé Dávila fue una pianista y pedagoga ecuatoriana que enseñó con rigor y alegría, pero, sobre todo, con amor. Quienes la conocieron dicen que podía escuchar lo que el alumno aún no tocaba, que leía entre notas musicales, que tenía un don especial para convertir una clase de técnica en una experiencia emocional.

Formó a varias generaciones y en una de ellas estaba Carlos Juris. Él nació en Quito, estudió en el conservatorio Tachaikavsky de Moscú, uno de los mejores del mundo. Ha dado conciertos en muchos países.

Alicia, en su discurso, dijo algo que me quedó rondando en la cabeza: “A la música hay que mirarla”. Y entonces entendí. Carlos es músico, docente y mentor.

Carlos se acercó al piano. Hizo una leve venia, sin solemnidad ni exageración. Se sentó en el banco, que parecía que lo estaba esperando desde hacía tiempo. Sus manos se posaron en el teclado y comenzó a tocar un repertorio variado, pero lo hizo sin partituras. Tocó todo de memoria. Pero no solo con la memoria de la cabeza. Tocó con la memoria del cuerpo, del corazón, de los días de estudio con Memé, de las veces que repitió una frase musical hasta que sonara como debía.

No podía dejar de mirarle. Miraba sus dedos, la velocidad, la suavidad con las tocaba las teclas. Miraba su cabeza moverse al ritmo de cada nota, como si la música viniera de adentro, como si él la trajera al mundo con cada nota.

Miraba su cara de concentración, sus gestos llenos de pasión. Y miraba al público, casi todos con la espalda recta, con las manos juntas, en silencio absoluto. Había una contención colectiva.

Me costaba quedarme quieta, aunque sentía que cada vez que me movía un poquito algo se rompía en ese ambiente de quietud absoluta. Pero yo me imaginaba bailando en un jardín lleno de flores.

Porque la música no solo se escucha. La música se siente. Se sueña. Se habita. Eso también me enseñó Alicia esa noche.

A veces, con solo una nota, me daban ganas de llorar. Otras, de reír. Y todo eso pasaba en segundos.

La música estaba ahí, viva, en el presente. Pero también era un puente al pasado y a los recuerdos. Y, sin que yo lo supiera del todo, era la música que me acompañaba a imaginar.

Carlos tocaba, y yo, sentada en la fila del medio, necesitaba escribir. No podía esperar llegar a la casa. Saqué el celular, abrí la aplicación de notas y empecé a poner palabras. Algunas sueltas. Algunas confusas. Pero necesarias. Porque, cuando algo te atraviesa así, no puedes confiar en la memoria. Hay que escribirlo en caliente. No quería que se me escapara ningún detalle de lo que estaba viviendo.

Pensé en la frase de Alicia: “A la música hay que mirarla”. Y sí. Pero también hay que dejar que la música nos mire, que nos encuentre y que nos inspire.

Al terminar, Carlos se paró y volvió a hacer una venia. El público aplaudió largo. Algunos se quedaron en silencio, como si no quisieran romper el encanto. Yo seguía con la sensación de que había estado en algo más que un concierto.

Había estado en una conversación invisible entre el alumno y la maestra. Entre la música y las letras.

Entendí que el poder de la música transforma el alma por unos minutos. Y ese es el legado de quienes la enseñan y la comparten.

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