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De la Vida Real

La guerra silenciosa de mi piel

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

04 ago 2025 - 05:55

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Dentro de todos los conflictos internos que tengo, hay uno externo que me conflictúa más que nada: mi piel.

Siempre he tenido problemas. Es como si mi blancura viniera con defecto de fábrica. El noventa por ciento de las cosas que tocan mi piel me causan algún tipo de alergia. Como dice el alergólogo: “Te brota un rush”.

Además, soy torpe. No hay esquina que se salve de un golpe mío. No existe chapa de puerta que no haya sido víctima de mi antebrazo. No hay espejo retrovisor que no haya movido bruscamente cuando paso por los parqueaderos. Esta torpeza hace que me salgan moretones gigantes por todos lados.

Ha llegado a tal punto esta situación que, cuando alguien ve mis brazos o mis piernas y me pregunta: “¿Qué te pasó aquí?”, yo, resignada, respondo: “Me he de haber golpeado”.

  • ¿Dónde está el cargador?

“¿Pero ¿dónde te golpeas así?”, me preguntan. Y yo invento cualquier historia, porque la verdad es que no me acuerdo. Son tantos los golpes en el día que ya ni sé cuál explicar.

Sí, esto me ha causado complejos que intento resolver con blusas de manga larga. Pero igual hay veces que me pego en las manos, y eso no se resuelve con nada. Porque no voy a usar guantes el día entero, aunque debería como medida de protección.

Y, como si fuera poco, tengo otro problema más grave relacionado con la mala calidad de mi piel y, francamente, de mi ser: la rosácea. Esa inflamación roja en la cara que es imposible disimular.

Uso una crema especial desde hace años, que me tenía bastante controlada. Pero un día, una mala decisión cambió mi vida para siempre: fui a una peluquería a depilarme las cejas. La señorita me sugirió una mascarilla para “relajar la piel”. Acepté nerviosa, porque ya sabía lo que pasa cuando algo me pongo en la cara. Y no me equivoqué.

  • Leer en voz alta me rompía por dentro

Mientras me la ponía sentí que mi cara se quemaba lentamente. El ardor era insoportable. Me dio vergüenza pedirle que me quitara esa cosa que me estaba matando. Me quedé callada hasta que mi instinto de supervivencia ganó y salté más rápido que un sapo directo al chorro de agua del lavabo. Pero el ardor no cedió. Me fui corriendo a una tienda a comprarme agua con gas; había oído que eso ayuda, y si es helada, mejor. Pero nada me calmó la quemazón de mi mala decisión.

Desde ese día, mi cara no tolera ni el jabón más neutro y especializado que me mandó otra dermatóloga.

Fui donde una doctora que me recomendaron, quien me dio una dieta antiinflamatoria para controlar la rosácea. Algo me ha ayudado, pero no del todo. Sigo roja como si me hubiera insolado, aunque no haya un gramo de sol alrededor. No puedo usar bloqueador porque me arde tanto que termino quemada antes de salir de casa.

Y ahí viene la parte dura: mis amigas me cuentan felices de las cremas increíbles que usan para las arrugas. Incluso me las regalan. Cremas sofisticadas, carísimas, “antialérgicas”, pero sé que no las voy a usar más de dos veces porque o me dan picazón extrema o me causan un ardor insoportable y todas terminan siempre en la basura.

  • Mi amigo el algoritmo

Es frustrante, no lo niego. A mi edad, casi todas las mujeres tienen su ritual: crema de día, crema de noche, bloqueador, suero milagroso. Y yo no puedo usar nada más que una agüita de rosas de una farmacia que venden en Conocoto.

No poder hacer algo tan simple como cuidarte la piel es frustrante. Es una pequeña herida diaria. Pero también es un recordatorio: toca aprender a vivir con esto. Sí, he llegado al punto de la resignación.

Un día una casera del mercado me vio tan roja que me ofreció una pócima mágica: “Reinita, póngase aloe vera. Un dólar le cuesta la hojita. Una papa rallada y vitamina E. Eso se pone, mi bonita, y verá cómo se mejora. Así mismo tiene la piel mi nuera y vaya a ver lo bien que está”.

Las primeras veces picaba horrible, pero ya voy dos semanas usando esta pócima y siento que en algo ayuda.

Le conté también mi tragedia de los golpes y los moretones. “Señito, eso se soluciona con lentes”, me dijo, “y ungüento curador”.

Así que aquí estoy, escribiendo este artículo en la sala de espera del oftalmólogo y buscando dónde comprar ungüento curador. ¿Será verdad o parte de un mito urbano? No sé. Lo que sí sé es que, aunque mi piel sea un campo de batalla, sigo buscando treguas: entre el humor y la paciencia, entre las pócimas del mercado y las cremas que nunca podré usar.

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