De la Vida Real
El membrillo y la vida
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Creo que todavía no entendía bien la vida cuando probé por primera vez el dulce de membrillo.
En la casa de mi bisabuela vivía la Atita, que según yo era alguna tía de la familia. Ella se llamaba Aída Carrión. Tenía el mismo apellido de todos los que vivían en la casa.
Luego me enteré que esa era solo una coincidencia.
Habré tenido unos siete años cuando entré a la cocina de mi bisabuela y le encontré a la Atita pelando una fruta amarilla de la que se desprendía un delicioso perfume.
La Atita tenía unas manos blancas, con dedos gordos y llenos de pecas. Pelaba esta fruta con un cuchillo de mango de madera, y el filo estaba delgadísimo de tanto ser afilado en una piedra que estaba un poco más desgastada que el cuchillo.
Yo me quedé viendo lo que hacía. Me encantaba verle hacer cosas. No era una mujer joven, era ya mayor, muy mayor. Siempre se vestía con faldas hasta más abajo de las rodillas y blusas elegantes. Se ponía medias nylon y unos zapatos negros que se abrían a los lados. Me imagino que han de haber sido comodísimos, porque tenía otros zapatos, pero ella decía que esos eran para la calle. Yo no entendía esas cosas, pero ella igual me las explicaba.
Me contó que iba a preparar un dulce, que se tiene que comer cuando esté solidificado.
Esa palabra me parecía imposible de pronunciar y trataba de repetirla en mi mente: “solidificado”. Tampoco entendía qué significaba.
Luego partió el membrillo en muchas partes y los puso en una paila de bronce con agua.
“Mi cholita -me decía- “hay que poner agua solo hasta cubrir la fruta. Y de ahí hay que ponerle azúcar, mucha azúcar”. Y puso la funda entera. Luego exprimió un limón: “Esto, mi cholita, es para bajar el dulzor”.
Me llevó un banquito de madera en el que me subí. Me dijo que había que esperar hasta que la fruta se hiciera puré. Y mientras esperábamos, la Atita me dio la comida más deliciosa que hasta ese día había probado: un pan viejo que sacó del armario, le puso margarina —no mantequilla, era margarina— y mucha azúcar.
Y yo fui feliz.
Cuando el membrillo empezó a fundirse con el azúcar y el agua, me dio una cuchara de palo y nos reíamos. Ella decía que moviera hacia la izquierda y yo movía hacia la derecha.
La Atita decía que iba a estar listo cuando estuviera “menos que al punto”. Me hablaba como si yo entendiera la vida.
El dulce de membrillo hizo unas burbujas que nos salpicaron, y yo le pedí otro pancito con margarina, y ella me pasó. Yo le puse más azúcar cuando la Atita se distrajo.
El dulce estaba listo “antes del punto”. La Atita acomodó dos trapos en cada agarradera de la paila y volcó todo en un recipiente gigante.
Y yo me comía lo que quedó en la paila con un poquito de pan viejo del armario.
Hoy, en un supermercado, encontré que vendían dulce de membrillo. Me lo comí todito y me acordé de la Atita.
A mí me encantaba quedarme a dormir en su cuarto. Ella le decía bata a la pijama. Se soltaba el pelo, lo tenía largo, muy largo, pero nadie sabía porque siempre estaba con un moño. Pero cuando se iba a dormir su pelo era como un manto blanco que le cubría toda la espalda. En la mañana se hacía una trenza y luego se hacía el moño con un trapo.
Yo la contemplaba, me parecía tan linda, tan tierna, y era tan buena.
A la mañana siguiente, lo primero que hice fue ir a ver si el dulce ya se había solidificado. Y sí, estaba duro, pero no me atreví a partirlo.
Le desperté a la Atita y juntas volvimos a la cocina. Ella me partió un pedazo y me dijo “no comerá mucho, que tiene mucha azúcar”.
De desayuno me dio una taza de leche tibia con azúcar y una ramita de canela, y un pan del armario con margarina y muchísima azúcar. Y yo no podía estar más contenta.
Y hoy, cada bocado de un dulce de membrillo comprado me recordó a esos días en los que no entendía la vida, pero entendía que estar con la Atita era ser feliz.