De la Vida Real
Soy yo y son mis actos

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Tener una columna de opinión es una responsabilidad enorme. Cada semana hay que buscar un tema, encontrar el tono, escribir el texto, leerlo, corregirlo, volverlo a leer, volverlo a corregir y dudar —siempre dudar— si está bien escrito, si la idea se entiende, si no hay redundancias.
Escribir es un acto de responsabilidad (y un poquito de masoquismo también). Uno entrega el texto y, días después, se publica. En ese momento ya no hay vuelta atrás: no se puede corregir ni arrepentir. El artículo deja de ser mío y pasa a manos del lector, que lo interpreta, lo comenta o lo destroza, según su ánimo.
Y no, no hay que cometer el error de mirar los “likes” ni los comentarios. Pero a veces caigo en la tentación: abro el celular y leo. Entonces veo cómo me linchan por el lead, me insultan por el apellido, y hasta insultan a mi abuelo (que murió antes de que yo naciera), de quien me han contado que era un guayaquileño maravilloso, honrado, trabajador, dueño de un humor increíble, rápido y ágil. Pero lo mandan a la M… y un poquito más, por causas que nunca fueron suyas.
Me llaman “oligarca”, “Florinda”, “hija del poder”. Y lo más curioso es que muchos ni siquiera leen lo que escribo. Me juzgan por un apellido, no por mis ideas.
Sí, soy Febres Cordero. Y me siento orgullosa de serlo, porque mi familia es maravillosa, llena de amor, humor y libros. Porque mi papá —un gran escritor y periodista— me enseñó el valor de las palabras y la dignidad de sostener una opinión con respeto. Un día alguien me dijo: “Qué pena que su papá no dejó un heredero, porque nadie escribe como él”. Y pensé: tiene razón, pero también tiene razón en algo más: cada quien deja su huella a su manera, no con un apellido, sino con lo que hace, y mi papá lo hizo maravillosamente.
¿Y qué culpa tengo de que un Febres Cordero haya sido prócer, otro santo (el Hermano Miguel) y otro presidente del Ecuador? Los apellidos se repiten a lo largo de la historia. No son marcas de fábrica ni etiquetas morales. No determinan quién eres. Yo podría llamarme Chuquimarca, Angamarca, Díaz o Pérez, y seguiría siendo la misma persona.
Así que, por favor, dejémonos de pendejadas con esto de los apellidos. Un apellido no piensa, no escribe, no roba ni salva. Lo que define a una persona son sus actos.
Vivimos tiempos oscuros: violencia, narcotráfico, secuestros, paros y líderes mediocres. Y en medio de todo eso nos insultamos como si ser “correísta” o “noboísta” fuera una religión. Gritamos odio y respondemos con más odio, mientras el país se desangra en la incoherencia.
Los comentarios en redes son una muestra de ese fanatismo: gente escribiendo con faltas de ortografía, opinando sin leer, reaccionando desde las vísceras. Parecería que hemos olvidado lo más básico: el respeto al otro.
Cuando escribo mi columna, no busco tener razón. Escribo con cuidado, tratando de respetar la palabra, la ortografía, el ritmo, la forma en que una idea se transforma en historia. Tal vez quien me lea se identifique, tal vez piense que escribo tonterías. No importa. Lo que sí importa es que escribo con respeto, porque para mí escribir no es imponer, sino compartir.
Dejemos los complejos sociales, las etiquetas, los insultos reciclados. Ya basta de llamarnos “oligarcas”, “cholos”, “indios”, “florindos”, como si eso dijera algo de nuestra esencia. Somos más que eso. Necesitamos escucharnos, dialogar, reconstruir un país donde no importe el apellido, sino el sentido común, ese don que parece estar en peligro de extinción.
Los apellidos son herencias gramaticales, no condenas. Son anécdotas familiares, no destinos. Pero seguimos creyendo que el nombre pesa más que la acción, que el linaje define la conciencia. Y así seguimos: atrapados entre resentimientos y prejuicios, mientras el país se parte en mil pedazos.
Si algo he aprendido al escribir esta columna es que la palabra tiene poder. Y ese poder puede ser usado para agredir o para abrir espacios de diálogo. Yo elijo lo segundo. Porque, aunque muchos no lo crean, se puede discutir con argumentos y defender una postura sin aplastar al otro.
Dejemos los rencores heredados y los insultos sin sustento en redes. El país no necesita más enemigos: necesita gente que escuche, piense y no se deje arrastrar por el ruido de discursos políticos que solo polarizan más al país.
La próxima semana, si todo se calma un poco, espero poder contarles sobre la música que escuchan mis vecinos y la belleza de una vida normal. Porque eso —vivir tranquilos, con humor, amor y respeto— debería ser, al final, lo verdaderamente importante.