De la Vida Real
La rutina marca el recuerdo

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
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Mi mamá, cuando cumplí diez años, me regaló un despertador. Me parecía lindísimo. Me acuerdo que lo compramos en el Valle, en una tienda que se llamaba Almacén Acosta. Según ellos, importaban directo desde Estados Unidos, sin intermediarios. Por eso sus precios eran tan baratos.
El reloj tenía dos osos panda que, al sonar la hora programada, chocaban sus cabezas. El ruido era insoportable, como campanas desafinadas con réplicas infinitas. Pero yo lo amaba. Era feo, de mal gusto, pero como recuerdo le tengo cariño. Fue mi primera herramienta hacia la independencia: despertarme sola.
Aunque, la verdad, al primer campanazo lo apagaba y me volvía a dormir. Entonces entraba mi papá, a las 6:15, con un tabaco en una mano y en la otra la radio de pilas, con el volumen altísimo, escuchando a Diego Oquendo en Radio Visión.
—Tinita de mi corazón, ya es hora de levantarte. Apura.
Ese momento, que ahora me parece hermoso, en su tiempo era una tortura: el olor a tabaco, la voz del Oquendo y el picor de la barba de mi papá en mi cara. Me levantaba bravísima.
Mi mamá se ponía un calentador y, con el walkman de mi ñaño, salía a caminar por Conocoto mientras oía el mismo programa que mi papá.
Mi ñaño dormía con la puerta cerrada. Mi papá golpeaba diez veces hasta que él, furioso, respondía:
—Ya, pa. Ya te oí. Ya me levanté.
Entonces se iba a hacernos el desayuno, con el humo del tabaco flotando por toda la casa. Esa rutina me acompañó hasta que me gradué.
Hoy no puedo evitar comparar esas mañanas con las de mis hijos. Cada comienzo de clases me regresan esas imágenes, esos olores, esos recuerdos. Veo clarito mi reloj de panda color verde pastel. Eran mañanas tranquilas hasta que me cruzaba con mi ñaño, y la pelea marcaba el ritmo del apuro.
Ahora yo les despierto a mis hijos. Ya no con un despertador, sino con la alarma del celular de Wilson, mi marido. Él se levanta a las cinco a hacer ejercicio y, de paso, me despierta. Yo duermo un poco más, hasta las 6:15.
El Pacaí, mi hijo mayor, duerme con la puerta cerrada. Le golpeo dos veces. Bravísimo, me responde:
—Ya, ma. Ya voy, ya me desperté con la alarma.
A los mellizos los levanto a besos y abrazos. Les preparo un desayuno rico. La paz dura hasta que se enfrentan los tres en el comedor.
El Wilson oye resúmenes de noticias, sobre todo deportivas, a todo volumen en el celular, mientras prepara el café. A las siete, todos esperamos la intro de Politizados. Mis hijos ya se la saben de memoria. Y, mientras pita la buseta, yo levanto la mesa y enseguida lavo los platos.
Me acuerdo de mí, saliendo apurada al colegio: la mochila en un hombro, el cepillo de pelo en la mano.
El paso del tiempo también se mide en los objetos pequeños. Antes, la radio a pilas de mi papá. Ahora, todo es con el celular. Antes, el reloj de panda. Ahora, la alarma del celular. Antes, mochilas llenas de cuadernos y cartucheras pesadas. Ahora, laptops y cargadores que ocupan el mismo espacio.
Las rutinas son idénticas: apurarse, pelear, reír, salir corriendo. Lo que cambia son los aparatos que acompañan esa carrera de cada mañana. Y pienso que mis hijos, algún día, recordarán no el celular ni las noticias, sino la sensación de desayunar juntos, de pelearse por el último pan, de salir con los zapatos desamarrados. Porque tienen esa manía de no amarrarse los zapatos ni doblarse el pantalón.
No me había dado cuenta hasta este año de cómo, cada vez que los guaguas comienzan clases, mi mente me trae los mismos recuerdos. Ese ambiente mañanero tan único e íntimo. Estoy segura que en cada casa vivimos algo parecido. Y los padres, que antes eran los niños, recuerdan cómo eran sus días preparándose para ir a la escuela o al colegio.
Otra cosa que me acordé el otro día, mientras ponía los nombres en los uniformes de mis hijos, fueron las iras que me daba no tener el uniforme listo. En la casa de mis papás no había secadora y, en época de lluvia, el uniforme no se secaba nunca. Mi mamá ponía los uniformes atrás de la refrigeradora —antes las refris tenían rejillas, ahora vienen tapadas—. También secábamos en el microondas. Más de una vez el uniforme salía quemado. Lo importante era ir bien uniformados, usando el método de secado que fuera.
Lo más lindo del ingreso a clases son estos pequeños flashes de recuerdos que el cerebro nos trae al presente y que nos hacen sonreír en completa soledad.