De la Vida Real
El sonido del río Mashpi
Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido.
Actualizada:
Oír el sonido del río, sentir el dolor en la planta de los pies al pisar las piedras y el frío del agua en medio del calor húmedo es una sensación única. Apenas uno se mete al agua, llegan los recuerdos de la infancia: el olor a naranja, los gritos de los primos, las risas de los abuelos.
Así fue entrar al río Mashpi, en la parroquia de Pacto, al noroccidente de Quito. Ese momento bastó para entender que la capital no es solo tráfico y cemento: también tiene rincones vivos, puros y llenos de vida.
No hay nada más rico que salir del agua, temblar un poco de frío y sentarse sobre una piedra a mirar el movimiento del río: los niños chapoteando, los peces entre las piedras, y el canto de los pájaros. Hasta que llegan los mosquitos, y ese instante tranquilo se convierte en el impulso por vestirse rápido, aunque la piel siga mojada.
Todavía no era hora del almuerzo cuando decidimos caminar por los senderos de la hostería Chontaloma, donde nos quedamos el anterior fin de semana. Arturo, el dueño —un biólogo italiano que lleva años viviendo allí—, nos guió y explicó que la zona forma parte del corredor biológico del río Mashpi, dentro del Chocó Andino de Pichincha.
Este lugar abarca más de 286.000 hectáreas y es una de las zonas con mayor biodiversidad del país. Tiene especies únicas de aves, anfibios, orquídeas y árboles. Chontaloma está justo en medio de ese ecosistema, y desde el primer momento se nota el equilibrio entre la conservación y el turismo responsable.
Durante la caminata vimos mariposas, pájaros y plantas de formas raras. Mi cuñada Cris sabía el nombre de cada especie: impresionante. Para mí, con reconocer el olor a tierra mojada ya era suficiente.
Al regresar, Paola, la esposa de Arturo, nos esperaba con el almuerzo. Ella es de Esmeraldas y, junto a su mamá, doña Flor, ha creado una cocina que mezcla sabores esmeraldeños e italianos. Una combinación que suena rara, pero funciona muy bien.
Almorzamos pescado frito con menestra, y de cena nos dieron lasaña de yuca y un ají de borojó que supera cualquier intento de explicación. Una delicia. Eso sí, todos los platos tienen su toque de chiyangua. La comida está hecha con productos que cosechan ahí mismo, en su tierra.
De postre, nos pasaron un pastel de plátano con frutos secos acompañado de un té de chicle, hecho con el fruto de un árbol local. Paola nos explicó que, cuando el fruto está fresco, es pegajoso, pero al secarlo y ponerlo en agua caliente se convierte en una infusión ácida. No se parece a nada que hubiera probado antes: una explosión de sabor, y el fruto se come y se queda en la boca como chicle, literal.
Por la noche encendimos una fogata. Nos quedamos conversando mientras los niños jugaban cerca. Arturo y Paola tienen mellizos de seis años que estudian en una escuela pública de la zona, parte de la Red de Escuelas Bosque, donde aprenden, dentro de su entorno natural, con el sistema Montessori. Ahí estudian cosas reales: plantar, cosechar, leer, construir.
“El problema es que la educación formal no enseña a cultivar ni a conocer el campo”, me dijo Paola. “Los chicos se gradúan del colegio y lo primero que quieren es irse a la ciudad. El campo se queda vacío, y eso es grave. Por eso trabajamos con las comunidades para crear escuelas que enseñen desde lo que hay aquí adentro, desde su entorno”.
En San José de Mashpi el turismo no es un show: es convivencia. Uno se mete al río, camina, come y escucha. No hay señal ni prisa. Es un lugar que obliga a bajar el ritmo.
Quito queda a poco más de dos horas, pero parece otro mundo. Aquí el sonido del agua reemplaza al de los autos. Aquí uno recuerda lo que es estar quieto, aunque sea un ratito. Y eso da paz.
Antes de regresar, doña Flor nos ofreció un trago llamado La Curada, una bebida tradicional de Esmeraldas hecha por las parteras con más de 40 plantas nativas. Se da a las visitas para recibir a los niños con alegría, una costumbre del norte de Esmeraldas, nos contó.
Y así fue: un fin de semana que terminó con un brindis y el sonido del río calentándonos el alma. Salud.