Los ecuatorianos que están detrás del chocolate con churros más famoso de Madrid
La chocolatería San Ginés, que funciona desde 1894, es un lugar emblemático de la capital española. Allí trabajan varios migrantes ecuatorianos. En medio de chocolate y churros son parte del día a día de un lugar repleto de historia.

El guayaquileño Rolando Celi es actualmente el empleado más antiguo de la chocolatería San Ginés, en Madrid. Empezó lavando platos, luego heredó el oficio de maestro churrero.
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Soraya Constante
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MADRID. Una de las curas para el frío madrileño es tomar un chocolate con churros y hacerlo en la centenaria chocolatería San Ginés es uno de los ritos de diciembre. La escena se repite cada invierno en el pasadizo de San Ginés: tazas humeantes, churros recién hechos y una cola interminable para entrar al local original, ese santuario de paredes de mármol blanco donde se acumulan las fotos de famosos que han pasado por allí a lo largo de 131 años. Pero detrás del chocolate espeso que combate el frío hay una historia menos visible: la de las manos migrantes —muchas de ellas ecuatorianas— que sostienen la tradición. El empleado más veterano de la chocolatería es Rolando Celi, un guayaquileño de 52 años que empezó lavando platos y terminó heredando el oficio del antiguo maestro churrero, un español que se jubiló sin entregar fácilmente sus secretos. Hoy la fórmula está en su cuerpo: la masa se hace “al ojo”, sin medidas exactas, guiada por la experiencia.
En San Ginés, alrededor del 70% de la plantilla está compuesta por extranjeros que aceptan con más facilidad los turnos navideños, quizás porque muchos tienen la familia lejos. “Desde que me vine he trabajado en Navidad y Fin de Año”, cuenta Rolando, quien ahora trabaja 12 horas en el quiosco de la chocolatería en la feria de Navidad en Plaza España.
Más al límite aún se sitúan los turnos de Mauricio González, sobrino de Rolando, que alterna entre churrero y camarero. En temporada navideña, sus jornadas pueden llegar a las 16 e incluso 20 horas diarias, repartidas entre el local principal y la caseta. “Así somos los ecuatorianos. Trabajamos duro por nuestros hijos, nuestra familia”, dice el empleado de 32 años.
San Ginés abre las 24 horas, los 365 días del año. En diciembre, ese lema se traduce en cuerpos que aguantan más, en jornadas que se alargan y en decisiones individuales sobre hasta dónde estirarse. Danny Barreto, camarero de 27 años, tiene una jornada establecida de ocho horas. Para él, el tiempo extra no es una imposición, sino una elección personal. Si se quiere trabajar más, dice, depende de la voluntad de cada empleado.
Y mientras pasan las horas, los empleados comparten sus historias —y también su nostalgia—. Mireya Galarza, encargada de la barra, añora los bizcochos de su natal Cayambe y los compara con los churros. Esta mujer de 54 años vive una Navidad especialmente difícil: acaba de ser abuela y solo conoce a su nieto por videollamada. “Para un extranjero fuera de su tierra, son épocas difíciles, nostálgicas porque siempre la familia tira para allá”.

Mauricio añora el restaurante que tenía en Guayaquil y que tuvo que cerrar por las extorsiones y amenazas contra su familia. “Me tocó salir del país con toda mi familia”, dice. En Madrid lleva tres años y expresa un deseo profundo de que se haga visible la realidad del esfuerzo físico detrás del mostrador. Al finalizar su entrevista, pide explícitamente que el artículo periodístico “refleje el trabajo duro de todos los ecuatorianos y de todos los migrantes porque a veces no son valorados”.

Maradona, Pelé, la realeza y la imaginación de Pérez-Reverte
Danny llegó desde Manabí con sus padres cuando era un adolescente y estudió en España. Ahora trabaja como camarero mientras planea seguir formándose en informática. No extraña Ecuador y vive su experiencia laboral en la chocolatería desde otro lugar. “Es un lugar muy emblemático, vienen aquí muchos turistas, y viene mucho la televisión”, cuenta. Su rincón favorito está en las paredes cubiertas de fotografías: “Hay una foto de Maradona y una de Pelé”.
Entre los famosos que han pasado por la chocolatería y que han interactuado con los empleados figuran los Reyes de España, que vinieron a tomar un chocolate con churros cuando aún eran príncipes. Mireya menciona con orgullo que, junto a su esposo —que también trabaja en la chocolatería—, tuvo el honor de atender personalmente a don Felipe y doña Letizia. Los describe como “personas normales y corrientes, muy cordiales” y destaca que los trabajadores quedaron “encantados al ver que eran unas personas sencillas”. Rolando recuerda haberlos visto “frente a frente” mientras disfrutaban del tradicional chocolate de la casa.

Pero antes de los famosos, antes de las cámaras y de las colas interminables, el pasadizo ya guardaba otras historias. Para entender por qué San Ginés sigue siendo refugio —para clientes y trabajadores— hay que retroceder en el tiempo y mirar el lugar que lo contiene.
El Pasadizo de San Ginés no parece gran cosa a primera vista, pero basta cruzarlo para que el siglo cambie de golpe. Ahí donde hoy se apelotonan turistas con chocolate en la mano, Arturo Pérez-Reverte colocó sombras, aceros y juramentos. En Pureza de sangre, Alatriste camina ese mismo suelo cuando el callejón aún olía a miedo, a lealtad mal pagada y a conspiración nocturna. No había churros, pero sí hambre. De justicia, de dinero o de venganza.
El pasadizo fue siempre un lugar para lo que no se ve. En el Siglo de Oro, una vena oscura del Madrid cortesano; durante la Segunda República, “la escondida”; y desde finales del siglo XIX, el refugio perfecto para quienes llegan tarde a todo menos al insomnio. En 1890 abrió allí un mesón que quiso ser hospedería y acabó aceptando su verdadero destino: alimentar cuerpos cansados. En 1894 se convirtió en buñolería y churrería.
La Chocolatería San Ginés lleva más de un siglo haciendo lo mismo mientras todo alrededor cambia. Aquí no se pregunta de dónde vienes ni a qué hora vuelves. El apodo de “Maxim’s golfo” no era marketing, era pura supervivencia urbana. Cuando los cafés cerraban y la Puerta del Sol se quedaba muda, San Ginés seguía encendida como un faro calórico.
San Ginés también es literatura sin proponérselo. Valle-Inclán la llamó “Buñolería Modernista” y la metió en Luces de Bohemia, ese manual definitivo sobre cómo fracasar con estilo. Galdós la dejó pasar por sus Episodios Nacionales como quien toma nota de lo importante de verdad. Más tarde llegaron la Movida, Almodóvar, músicos, futbolistas, reyes y princesas. Todos iguales frente a una taza humeante: el chocolate no distingue jerarquías.
El negocio ya se ha globalizado —Tokio, Shanghái, México, Argentina—, pero el corazón sigue latiendo en ese pasadizo estrecho donde Madrid se vuelve íntimo, ese pasadizo que ya no es territorio de espadas, pero sigue siendo un lugar de refugio: para quienes buscan calor en una taza y para quienes, desde la migración, sostienen esa batalla cotidiana detrás del mostrador.
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