El Inty Bar, el esfuerzo de una familia ecuatoriana que se aventura con tripa mishqui, hornado y chicha en Madrid
María Rosa Saransig empezó a trabajar a los siete años. Esta otavaleña sabe lo que es el esfuerzo, tesón que, junto a su familia, la ha llevado a abrir un restaurante con el que conecta con la nostalgia gastronómica de los migrantes ecuatorianos en Madrid.

María Rosa Saransig y su esposo Luis Alfonso Terán abrieron el Inty Bar Otavalo en Madrid, un local que se especializa en tripa mishqui, hornado y fritada.
- Foto
Soraya Constante
Autor:
Actualizada:
Compartir:
MADRID. María Rosa Saransig tiene una voz tan suave que parece que te acaricia en cada palabra, y suelta una sonrisa de niña cada vez que indagas en una parte de su pasado. “¡Hum! eso es una historia, verá”, dice. Y son muchas historias a sus sesenta y pico de años. Su vida fuera de casa, de su comunidad en Otavalo, empezó a los siete, cuando su madre la mandó a trabajar en una hacienda y luego a una casa en Quito. “Me quedé llorando cuando me dejaron en Quito”, cuenta desde Madrid, donde también llegó para trabajar en una casa, pero con el tiempo y su esfuerzo logró abrir un pequeño restaurante que solo abre los fines de semana y donde sirve un único plato: tripa mishqui con hornado y fritada. Muchos de sus clientes son “compadritos y comadritas”, esa familia extendida ecuatoriana; otros llegan de distintas partes de España atraídos por la fama del plato —difícil de encontrar en otros comedores ecuatorianos— y por un vaso de chicha, morocho o colada morada que nunca falta en el Inty Bar Otavalo.
María Rosa lleva en España casi 23 años. Su historia migratoria comenzó cuando su esposo, Luis Alfonso Terán, vino y estuvo unos 4 años, pero sin papeles. Ella llegó después y, a los pocos meses, consiguió papeles y trajo a sus dos hijos, Sayri y Raymi, cuyos nombres en quechua se traducen al castellano como amable y fiesta, y que tenían 11 y siete años. “Lloraban a lágrimas mis hijos, diciendo que les llevemos o que volvamos”, dice con esa construcción gramatical de los quechuahablantes que anteponen la acción al sujeto.
Rosa dio con una “buena casa” para trabajar en Madrid, y se encargaba de todo y del cuidado de dos niños. Continúa allí aunque los niños ya crecieron, ahora trabaja tres horas diarias, haciendo limpieza, plancha, cocina y cuidando las plantas. Sus empleadores son muy cercanos; incluso su jefe es padrino de confirmación de uno de sus hijos. Rosa resume esa relación así: “Son como mi casa, ellos me dicen, ‘eres parte de mi familia’”.
De los parques de Madrid a su restaurante
El negocio de la comida empezó en Ecuador, allí vendía tripas y mollejas. La idea de replicarlo en Madrid surgió por sugerencia de los compañeros de fútbol de su marido y comenzó vendiendo en los parques y calentando las tripas en una cocinilla dentro del maletero del coche. Hasta que un día tuvo un susto con la policía: “Es que yo me asusté tanto que le dejo prendida la cocina pequeñita y me voy corriendo...”. Tras aquello, nunca más volvió a vender en la calle.
En la búsqueda de un local se asoció con un compadre, que hacía hornado, y consiguieron un espacio pequeño. Las tripas, el corazón del plato, se asan a carbón en Borox porque “es imposible hacer aquí porque hace mucho humo”. El secreto, dice, está en el aliño y el carbón: “Hay que aliñar muy bien para que esté muy rica, ¿no?”. Cada semana asan las tripas y las conservan en bolsas de plástico, luego solo las calientan en el restaurante antes de servir.

Rosa pudo entrar en este mundo gracias a un curso de cocina española de ocho meses que hizo para aprender a hacer los platos que le pedían en la casa que servía. Tuvo que lidiar con los malos humores de un profesor que le soltaba palabrotas que se niega a repetir, pero esto le dio las credenciales que necesitaba para la hostelería.
El negocio creció cuando su hijo Sayri, que se había ido a trabajar en restaurantes en Londres, volvió debido a la pandemia y propuso abrir el local actual. Pero mientras él volvía a España, el más pequeño, Raymi, se marchó a Suiza.
El deseo de Rosa es volver a tener a sus hijos juntos y evitar que se repita la historia de sus hermanos que han vivido siempre dispersos. De ocho que quedan vivos, ella es la única en Madrid, los otros están en Londres, Palma de Mallorca y Francia.
Y hablando de su familia, comparte un episodio doloroso que marcó profundamente su vida y de alguna manera también la expulsó de Ecuador: la muerte de su primera hija, atropellada por un autobús en Ecuador cuando tenía 13 años. “Esa tristeza tenía y quería irme lejos, por eso creo que también vine yo”, dice la mujer.
Al hablar de Ecuador hay algo que le inquieta: “Estos tiempos oigo que está muy mal, ¿no? Por eso a veces no da ganas de regresar porque aquí hay una tranquilidad”. Aun así, el vínculo con su origen se mantiene intacto. “Y lo que es Ecuador no vamos a poder olvidar, tenemos en la cabeza... Donde quiera que estemos, pues no hemos de olvidar lo que somos de Ecuador, ¿no?”.
Compartir: