Señales cuencanas en Nueva York; así celebran su independencia, con recuerdos y banderas digitales
Lejos del bullicio de los desfiles, los migrantes de Cuenca evocan la fiesta patria del 3 de noviembre con otros gestos: una comida, una misa, una danza o una foto de la bandera que recorre las redes.

Un grupo de cuencanos que vive en Queens, Nueva York, revive cada año una conmemoración dedica al arcángel San Miguel.
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Selene Cevallos
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NUEVA YORK. Don Miguel lleva dieciocho años viviendo en Peekskill, al norte del estado de Nueva York. Cada noviembre, cuando el aire se vuelve más frío y las calles se cubren de hojas anaranjadas, repite un ritual sencillo: camina hasta un pequeño restaurante cuencano a tres cuadras de su casa, pide su plato de mote con fritada y, antes de que llegue la comida, sube a su estado de WhatsApp una foto de la bandera de Cuenca. Es su manera de decir: “Aquí sigo, pero no olvido”.
Peekskill, una pequeña ciudad del valle del Hudson —a poco más de una hora de Manhattan—, se levanta sobre una colina frente al río que da nombre a la región. Con cerca del 35 % de su población identificada como hispana y alrededor del 6 % de origen ecuatoriano, según datos del Censo de Estados Unidos recopilados por el portal Statistical Atlas, la ciudad se ha convertido en uno de los enclaves más visibles de migrantes andinos en el norte del estado. Allí, entre calles tranquilas y acentos mezclados, han echado raíces decenas de familias cuencanas que llegaron durante las últimas dos décadas.
En su memoria, las fiestas de independencia eran otra cosa. Recuerda los días enteros de música, ferias y desfiles que tomaban las calles del centro histórico: los pasacalles atravesando el Parque Calderón, las ferias gastronómicas, los balcones cubiertos de tricolores y los conciertos que duraban hasta la madrugada. “Había alegría hasta en el aire”, dice, evocando los años en que la ciudad entera se convertía en una celebración.
En Peekskill, la fecha se vive de otro modo. Las celebraciones del 3 de noviembre no suelen ser públicas: según Don Miguel, la conmemoración se reduce a una comida en familia o a una misa. Además, “aquí no es feriado”, sentencia sonriendo. No hay desfiles ni pólvora, pero sí un sentimiento persistente de pertenencia.
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La distancia terminó convertida en un puente. En 2021, Peekskill y Cuenca firmaron un acuerdo de hermandad, entre ambos municipios, que oficializó su vínculo histórico. El pacto busca fortalecer los intercambios culturales, educativos y comunitarios entre las dos ciudades, y reconoce a la numerosa población cuencana que ha hecho del valle del Hudson una extensión natural del Azuay.
Danzas ancestrales en Queens
A unos setenta kilómetros al sur, en Nueva York, ese mismo espíritu se multiplica en otra escala. Allí, el grupo de danza, dirigido por el cuencano Christian Pérez, revive cada año una conmemoración dedicada al arcángel San Miguel, patrono del barrio de Cabo Cuenca. La devoción, que en su tierra se expresa con danzas ancestrales —los rucuyayas, las maceteras, los curiquingues, la escaramuza o la contradanza—, ha encontrado en Queens un nuevo escenario.
La imagen del santo, traída desde Ecuador por familiares que viajan con visa, preside una celebración que combina fe y memoria: se organizan rosarios, rifas y bingos durante los meses previos al día central. Este año participaron trece priostes —las familias Pérez, Guncay y Rocano—, encargadas de los preparativos, los adornos y la comida comunitaria. Para el próximo año ya hay más de treinta familias apuntadas, una señal de que la fiesta ha echado raíces en suelo neoyorquino.

Para Pérez, cada paso de baile tiene un significado doble: el de representar su cultura y el de agradecer por la posibilidad de haber llegado a Estados Unidos. “Es una alegría compartir la misma emoción y el mismo sentimiento”, dice.
“Solo escuchar un sanjuanito o un pasacalle nos trae a la mente recuerdos de la niñez, de nuestros abuelos. Nos da nostalgia, pero también unión".
Christian Pérez, cuencano que vive en Nueva York
Él sabe que el reto no es solo preservar las danzas, sino lograr que respiren en el presente: que los jóvenes aprendan los pasos, que las nuevas generaciones entiendan que detrás de cada baile hay una historia, una devoción, un país entero que se niega a desaparecer en la distancia.
Cuando cae la noche, la música se apaga y los asistentes comparten una cena con mote y cuy, mientras alguien proyecta en una pantalla el desfile de Cuenca de años pasados. Don Miguel, ya de regreso a casa, revisa su teléfono: la foto de la bandera acumula decenas de reacciones. Son amigos, primos, vecinos de infancia. Todos repiten el mismo gesto silencioso: celebrar desde lejos, pero juntos.
Y cuando suena “Chola cuencana, mi chola, capullito de amancay”, el coro parece unirlo todo: las montañas del Azuay, el frío del Hudson y la certeza de que, aunque la distancia cambie el paisaje, la patria sigue latiendo al ritmo de una canción.
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