"Uno aprende a seguir": No poder volver a Ecuador en las fiestas, la realidad de muchos migrantes ecuatorianos en Estados Unidos

NUEVA YORK. Durante años, Andrés marcó diciembre en su calendario como una promesa. No una fecha exacta, sino una idea: volver algún día para Navidad y fin de año. Doce años después, ya no la marca. El mes llega, el 24 pasa, el 31 también. Él sigue en Nueva York. Ecuador ocurre en otro ‘huso horario’, con otros ruidos, con un ritmo al que ya no puede entrar.

Para Andrés, las fiestas de diciembre no son solo días que se pasan lejos. Son fechas que se repiten sin posibilidad de retorno. Salir del país implica el riesgo de no poder volver a entrar. Esa restricción ordena la vida cotidiana —el trabajo, la casa, los planes—, pero también ordena la forma en que se vive la fiesta: lo que se hace, lo que se evita, lo que ya no se promete.

María José tiene 39 años y esta será su cuarta Navidad lejos de casa. En Ecuador, la celebraba con sus tres hijos y con sus padres, en una casa donde siempre había bulla: canciones sonando desde temprano, platos que iban y venían, voces superpuestas. “Era ruido”, dice. “Y ese ruido era la Navidad”. Aquí no. Su pareja actual no celebra la fecha y ella lo entendió desde el inicio. Su primera Navidad en Estados Unidos fue al supermercado, sola, a comprar comida para dos. Cenaron y listo. “Fue triste porque no sabía a casa”.

Desde entonces, la noche del 24 se organiza en torno a la espera. María José no celebra aquí: espera a que en Ecuador den las doce. Mira el reloj, calcula la hora, llama a sus hijos y a sus padres cuando la medianoche llega allá. Del otro lado hay risas, brindis, alguien que acerca el teléfono a una cara conocida. Ella escucha, sonríe, aguanta. “Mis fiestas pasan así”, dice. “A distancia”.

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Carlos recuerda su primera Navidad fuera de Ecuador porque fue la noche en que quiso volver. “Mis jefes blanquitos me invitaron a cenar, así que me puse las galas, como hacemos en Riobamba”. Durante la comida miró el reloj varias veces. “Yo esperaba que lleguen las doce”, dice. Quería ruido, movimiento, algo que marcara el cambio de día. Pero a las ocho ya habían comido y, cuando llegó la medianoche, la casa estaba casi vacía. Afuera no pasó nada.

Esa noche no volvió. Tampoco las siguientes. Han pasado 10 años y cada diciembre fue aprendiendo a quedarse, a pasar la fecha sin hacerla demasiado grande, a aceptar que la Navidad y fin de año podían ocurrir sin él en otro país. 

“No es que uno deja de extrañar. Es que uno aprende a seguir, porque de lo contrario la tristeza te ahoga”.

Carlos, migrante riobambeño que vive en Nueva York

Estrategias para atravesar la ausencia

Según el Migration Policy Institute, más de 11 millones de personas viven actualmente en Estados Unidos sin estatus migratorio regular. Para ellas, fechas como Navidad y fin de año no activan viajes ni reencuentros, sino estrategias para atravesar la ausencia: turnos extra, celebraciones mínimas, silencios elegidos para no explicar lo que no depende de ellas.

La psicóloga ecuatoriana Andrea Mite explica que cuando el regreso se posterga durante años, el impacto emocional de la migración deja de ser algo puntual y se vuelve constante. “Diciembre reactiva lo que no se ha podido cerrar”, señala. Las fiestas, añade, profundizan la sensación de desarraigo y de no pertenecer del todo ni al país que se dejó ni al que se intenta habitar, mientras la desigualdad se vuelve más visible: muchos migrantes trabajan más y celebran menos, no por elección sino por necesidad. Frente a ese desgaste, Mite subraya la importancia de construir rituales posibles —una comida, una canción, una llamada breve— que no reemplazan el regreso, pero ayudan a atravesar las fiestas sin quedar atrapados en la ausencia.

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Daniela lleva seis años sin pasar Navidad ni fin de año en Ecuador, aunque sí ha viajado en otros meses. Puede volver en marzo o en agosto, pero no en diciembre. Su familia, por miedo a la inseguridad, decidió no acompañarla. Esa diferencia, ha generado un desgaste silencioso. Desde Ecuador, su ausencia en diciembre suele leerse como una elección; para ella, es una imposibilidad difícil de explicar.

Luis, de 38 años, lleva ocho años sin despedir el año en su país. Al principio hacía videollamadas a medianoche. Con el tiempo dejó de hacerlo. “El saludo duele más que el silencio”, dice. Prefiere que el cambio de año ocurra sin marcarlo, sin ritual.

En Ecuador, mientras tanto, las fiestas siguen su curso. La Navidad convoca a la familia, pero es el fin de año el que concentra el ritual colectivo: se arman monigotes y se los quema en las calles, se escribe el nombre de lo que se quiere dejar atrás, se comen doce uvas para pedir deseos, se recorre la cuadra con una maleta, se hace ruido para cerrar el año y empezar otro. El país entero participa de ese gesto compartido de despedida.

“Aquí, es un día más” dice Carlos. El 31 de diciembre no se arma nada en la calle ni se quema lo que se quiere dejar atrás. No hay muñeco, ni vuelta a la cuadra, ni conteo compartido. A veces hay un turno que termina tarde; otras, un apartamento pequeño donde el año cambia sin ruido. Las uvas, si aparecen, se comen sin orden. El deseo no se dice en voz alta. Se suma otro diciembre vivido fuera, otro que no se pudo volver a habitar.