Jorge Torres, el ecuatoriano que convirtió un rechazo en pasión para construir redes de ayuda a migrantes en Estados Unidos
Cuando era adolescente le dijeron que no podría estudiar la universidad por no tener papeles. Eso le cambió la vida. Ahora, entre esquinas de jornaleros, deportaciones y barrios de Nueva York, Jorge Torres articula, con la organización NDLON, apoyo para quienes enfrentan procesos de deportación sin saber por dónde empezar.

Jorge Torres, ecuatoriano que trabaja con redes de apoyo para migrantes jornaleros en Nueva York.
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NUEVA YORK. En barrios latinos de Estados Unidos, cuando una familia entra en crisis por una detención o un conflicto laboral, el primer paso rara vez es llamar a un abogado. Lo más común es que aparezca un nombre circulando de teléfono en teléfono: alguien que pueda orientar en medio de la confusión inicial. En ese ecosistema de urgencias entra Jorge Torres, ecuatoriano que desde hace más de una década acompaña a jornaleros, trabajadores explotados y familias que enfrentan procesos migratorios que avanzan con velocidad y poca información.
Su historia no parte del activismo organizado, sino de una experiencia personal concreta: el día en que, siendo adolescente, se enteró en una oficina escolar de Connecticut que no podía acceder a la universidad por no tener papeles. No fue un episodio dramático, pero sí decisivo. “Ahí entendí que todas mis opciones estaban condicionadas”, recuerda. Esa sensación de no tener a quién preguntar lo llevó a buscar espacios donde otros jóvenes vivían la misma incertidumbre. Ese camino, poco definido al inicio, terminaría llevándolo años después a un trabajo comunitario de largo aliento.
Esa búsqueda lo condujo a la National Day Laborer Organizing Network (La Red Nacional de Organización de Jornaleros, NDLON), una entidad fundada en julio de 2001 en Northridge, California, por una docena de centros comunitarios que trabajaban con jornaleros. Con el tiempo, la red creció hasta coordinar más de setenta centros en distintos estados. Esos lugares funcionan como puntos de apoyo para quienes trabajan por día: clases básicas de inglés, computación, orientación laboral, mediación ante contratistas y, sobre todo, un espacio donde la soledad no es la norma.
Allí aprendió a organizar esquinas de trabajo, a detectar patrones de estafas salariales y a responder cuando un grupo quedaba sin pago tras una jornada. Ese trabajo cotidiano —a veces tan básico como acompañar a un trabajador a reclamar un salario o como registrar los vehículos de contratistas confiables— moldeó su forma de entender la organización comunitaria. La lógica era directa: nadie debía enfrentar un abuso laboral sin respaldo.
Con el tiempo, su labor dentro de NDLON se amplió a otras áreas. Participó en campañas por licencias de conducir para indocumentados en Nueva Jersey, en la campaña “Ni una deportación más” y en DALE, que facilitó permisos temporales para trabajadores que denunciaron explotación. También colaboró en proyectos de educación cívica y en programas de asistencia a migrantes ecuatorianos desde instituciones oficiales. Parte de su trabajo consistía en explicar procesos complejos de forma sencilla, para que cada persona entendiera qué podía exigir y cómo hacerlo.

En 2025, NDLON presentó un estudio coordinado con otros organismos aliados llamado “Years of Work and Sacrifice but No Security” (Años de trabajo y sacrificio sin seguridad social), una investigación sobre adultos mayores migrantes —especialmente jornaleros envejecidos— que, tras décadas de trabajo, no tienen acceso a retiro. El informe, presentado al gobierno de México, permitió la incorporación de algunos de ellos en programas de pensión. Para Torres, el estudio reveló una realidad persistente: quienes sostuvieron parte de la economía estadounidense durante años llegan a la vejez sin un sistema que los reconozca.
Sin papeles y sin miedo
Esta frase se convirtió en una consigna en los años en que miles de migrantes empezaron a organizarse para enfrentar redadas y deportaciones que avanzaban sin ofrecerles respuestas. Para Jorge Torres, ese lema resume el tránsito de su trabajo en los centros de jornaleros hacia un terreno más urgente: acompañar a quienes, sin papeles, quedan atrapados en un sistema de deportaciones que se activa antes de que lleguen las explicaciones.
A inicios de los 2010, ese cambio se volvió evidente. La lucha migrante atravesaba un giro determinante: leyes estatales que permitían detener a una persona por su apariencia, centros de detención levantados en carpas con condiciones degradantes y, en paralelo, un gobierno federal que, pese a un discurso reformista, consolidaba la maquinaria de deportación más grande en décadas. Torres estuvo allí, subido a un autobús con 53 familias indocumentadas que recorrió el país desde Arizona hasta Carolina del Norte para denunciar ese entramado de detención y expulsión. Aquella travesía, recuerda, dejó claro que la política migratoria no era un debate abstracto, sino una línea capaz de separar a una familia entre la estabilidad y el desarraigo.
Ese aprendizaje resultó crucial en escenarios más recientes. En Nueva Jersey, una redada dejó a más de cuarenta personas detenidas en cuestión de horas. La primera reacción fue el desconcierto: familias sin saber en qué centro estaban sus parientes, negocios que bajaron sus cortinas por miedo y barrios enteros detenidos en seco. La respuesta comunitaria permitió frenar o revertir cuatro de esos casos. De esa experiencia nació ICE Out of New Jersey, una campaña para limitar la colaboración entre agencias locales y migración que hoy tiene réplicas en Nueva York, Texas, Illinois, Florida y Los Ángeles.

Lo ocurrido allí no es una excepción, sino un patrón, afirma Torres. Describe detenciones a la salida de audiencias, traslados repentinos entre centros de detención y decisiones cruciales que se resuelven en cuestión de días —movimientos administrativos que determinan el rumbo de un caso antes de que las familias puedan reaccionar. Las consecuencias económicas llegan antes que cualquier versión oficial: jornaleros que abandonan las esquinas, estudiantes que organizan protestas y negocios que reducen operaciones ante la ausencia repentina de trabajadores.
Cuando se le pregunta por el miedo, responde sin rodeos. “Antes no tenía tanto que perder”, dice. “Ahora tengo una hija.” Ese cambio no lo ha detenido, pero sí ha reformulado su relación con el riesgo. Lo que le inquieta no es solo lo que pueda ocurrirle a él, sino la vulnerabilidad de una familia atrapada en un proceso que nadie les explica. “Lo más duro —admite— es lo que le puede pasar a una familia cuando nadie les dice nada.”
La mayoría de estos episodios concluye con la misma escena, familias intentando descifrar trámites urgentes, documentos confusos y silencios administrativos que se prolongan más de lo razonable. Antes de que llegue una respuesta oficial, son las organizaciones comunitarias y los activistas de base quienes tienden la primera línea de apoyo: ubican a personas detenidas, explican lo indispensable y sostienen a quienes enfrentan un proceso que cambia de rumbo en cuestión de horas. No lo hacen desde la épica, sino desde la constancia, con una red de avisos, acompañamiento y orientación que permite que nadie quede aislado en los momentos más críticos. En ese tejido silencioso y tenaz descansa buena parte de la protección real de las comunidades migrantes en Estados Unidos.
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