Dejaron abrazos en Ecuador y crían a la distancia: Madres ecuatorianas en Nueva York y Nueva Jersey, el corazón de dos países
Miles de madres migrantes se esfuerzan a la distancia por un futuro mejor para sus hijos. Estas son tres historias que honran el coraje silencioso de miles de madres migrantes.

Leticia disfruta de los cambios de clima en Estados Unidos, aunque extraña el calor de su Guayaquil querido
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Cortesía Leticia Ríos
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Cargaron fotos, recetas, cartas y promesas. Dejaron atrás casas con patio y tardes en familia y llegaron a un país que les exigía todo: fuerza, paciencia, silencio. Las madres ecuatorianas que hoy viven en Nueva York y Nueva Jersey cruzaron al otro lado del continente, con una sola certeza: que el amor no conoce de fronteras, pero las siente.
Este artículo de PRIMICIAS rinde homenaje a esas mujeres que maternan entre videollamadas, turnos dobles y abrazos pendientes. Sus voces —como las de Leticia, que venció al cáncer mientras cuidaba de su familia con esa fuerza de quien todo lo da; Majo, que trabaja en tres estados y cría a sus hijos a través de una pantalla; o Cinthya, que trabaja turnos dobles — son eco de cientos de miles de historias silenciadas. Son madres migrantes, valientes y persistentes, que aunque no figuran en los titulares, sostienen con amor y esfuerzo los pilares invisibles de dos países.
"Traje mis recetas, mis cuentos y mis memorias".
Leticia Ríos.
Leticia, la abuela que cruzó hemisferios para cuidar de su familia

Leticia Ríos dejó Guayaquil en 2018, no por un empleo ni por una aventura americana, sino por algo más poderoso: su nieta. Con apenas nueve meses, la pequeña enfermaba constantemente en una guardería de Nueva Jersey. “Mi hija me necesitaba, y yo no podía quedarme viendo desde lejos”, dice Leticia, que a sus 63 años cruzó el continente con un solo propósito: sostener a su familia.
En Ecuador, Leticia tenía una vida armada: trabajaba con adultos mayores, conocía cada rincón de su barrio y caminaba con autonomía. Al llegar a Estados Unidos, todo fue ajeno: el idioma, el clima, las calles. Pero el amor —el de las madres y abuelas que no dudan en comenzar de nuevo— fue más fuerte. Pronto se convirtió en el alma silenciosa de la casa: cocinaba, cuidaba, consolaba y cantaba nanas heredadas.
Cuando su nieta creció, Leticia no se detuvo. Empezó a cuidar a otros niños del vecindario con la misma ternura. “Ser niñera no es un trabajo menor. Es una forma extendida de ser madre”, dice. Y aunque en 2024 fue diagnosticada con cáncer de colon, enfrentó la enfermedad con entereza, sostenida por su familia, sus médicos y una comunidad que aprendió a quererla.
Hoy, con la enfermedad en remisión, Leticia ha vuelto a ser ese pilar discreto y lleno de vida. Celebra la Navidad con muñecos de nieve, pero también enseña a sus nietos las canciones de Julio Jaramillo. “Traje mis recetas, mis cuentos, mi memoria”, dice. Para ella, ser madre —y abuela— lejos de casa es una forma renovada de amar: en otro idioma, en otro clima, pero con el mismo corazón.
Majo: la madre que aprendió a maternar por videollamada

Una mochila, una llamada y un pasaje. Así empezó el nuevo capítulo de Majo en Estados Unidos. Tenía tres hijos en Guayaquil, padres que cuidar, una carrera sólida en producción de eventos y marketing, y una vida que parecía estable. Pero el deseo de brindarles un futuro más seguro a sus hijos la empujó a migrar. Hoy, tres años después, Majo recorre las carreteras del noreste estadounidense como representante comercial, entre visitas a supermercados, largas jornadas de manejo y videollamadas diarias con sus hijos. “Me tocó volverme una mamá que expresa sus sentimientos en redes sociales o haciendo reels”, dice con una sonrisa.
Su verdadera crianza ocurre a través de una pantalla. Sus hijos viven en Ecuador, y la maternidad migrante le exige creatividad y resiliencia. Bailan juntos por videollamada canciones de Tierra Canela, discuten por la música que suena en los altavoces mientras hacen tareas, celebran cumpleaños y navidades por FaceTime. “Es trabajar el doble y en silencio. Muchas veces llorar sola en la noche y al día siguiente levantarse como si nada. No dejar que se den cuenta que se me quiebra la voz cuando hablamos por teléfono”.
El día que sus hijos llegaron a visitarla a Nueva York quedó grabado en su memoria y en un video que atesora como una reliquia. “Fue como volver a respirar”, dice. A pesar de la distancia, Majo procura transmitirles sus raíces ecuatorianas: sus padres, que aún están allá, se encargan de mantener vivas las tradiciones y las celebraciones.
Majo sueña con volver a tener a sus hijos a su lado, guiarlos de cerca, enseñarles que en Estados Unidos las oportunidades existen, pero hay que ganárselas. “Las madres migrantes no somos heroínas ni víctimas, somos el motor emocional y económico de muchas casas. Nos vamos, pero dejamos la mitad del alma allá. Migrar es para valientes, y ser madre en este país es el acto más grande de amor.”
Cinthya: Sus hijos, su norte y su fuerza

Llegó a Nueva York en 2001 con dos hijos y una maleta cargada de incertidumbres. Cinthya Aldas dejó atrás a sus padres, hermanas, amigas, su casa, su idioma. Lo dejó todo, menos el instinto. “Nunca imaginé que iba a extrañar tanto”, dice. Una amiga la recibió y le tendió la mano. Desde entonces, aprendió a vivir entre el ruido de una ciudad que no espera a nadie y el silencio íntimo de quien se adapta sin hacer escándalo. Aprendió otro idioma, un nuevo oficio, y hoy trabaja como bartender en un hotel en Manhattan, sirviendo copas con la misma dignidad con la que ha servido sueños en su casa.
Criar dos hijos lejos de su tierra fue un acto de fe cotidiano. “Ser madre lejos es hacer todo el doble”, repite. Enfrentó cada reto sola, como cabeza de familia, con la convicción de que ese sacrificio daría frutos. Y así fue. Sus hijos crecieron, estudiaron, se titularon, y hoy son hombres hechos y derechos, como dice ella, agradecidos por todo lo que este país les ofreció y por la madre que se desveló para abrirles el camino.
“Quisiera que las madres migrantes tuvieran más apoyo. No es fácil vivir con tantas barreras, sobre todo la del idioma”, reflexiona. Pero también dice que todo esfuerzo vale la pena cuando llega ese abrazo. El que cura, el que reconcilia, el que recuerda que, a pesar de todo, lo hiciste bien. Cinthya no se arrepiente. “Ser madre es una bendición”, concluye. Y su historia es prueba de ello.
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