Jubilación y nostalgia: así es la vida de los migrantes ecuatorianos de más de 60 años en Estados Unidos
Algunos ecuatorianos que hicieron su vida en los Estados Unidos disfrutan de la jubilación en lugares donde "las cosas funcionan". Otros, sin documentos, pasan dificultades. Sienten nostalgia, pero valoran la seguridad y los que lo tienen, el acceso a medicinas.

Leonor y Letty (en los extremos), amigas ecuatorianas de toda la vida, comparten un viaje en Europa tras décadas en Estados Unidos.
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NUEVA YORK. En Nueva Jersey, dos mujeres caminan juntas, despacio, como si alargar esos pasos les permitiera detener también el tiempo. Leonor y Letty ríen, se cuentan historias que solo las amigas de toda la vida entienden, y de vez en cuando cambian al inglés para responder a un saludo en la calle. En su andar cargan más de seis décadas de vida, 25 años de amistad y el peso compartido de haber envejecido lejos de Ecuador.
Son parte de una generación inédita: la de los ecuatorianos que migraron hace décadas, criaron hijos en Estados Unidos o a distancia y hoy enfrentan el reto de la tercera edad en un país que no siempre imaginaron como destino final. El dilema los acompaña como una sombra: jubilarse aquí con los altos costos de la vida, regresar a Ecuador con la nostalgia, o aferrarse a las comunidades que ellos mismos han tejido para cuidarse entre sí.
Leonor Salas, de 67 años, llegó hace 14. Trabajó en fábricas, oficinas y casas, y ahorró lo suficiente para levantar una vivienda en Ecuador. Se jubiló hace dos años, pero tuvo que volver a trabajar: “Aquí no alcanza el dinero del retiro, la vida es muy cara”. Lo que más le pesa no es el esfuerzo, sino la sensación de soledad. “Aquí pienso que la vejez es triste, porque todo el mundo trabaja y tiene otro estilo de vida”, confiesa. Su plan es claro: volver a Ecuador y pasar allí sus últimos años, rodeada de la familia y del calor que tanto extraña.
Letty, de 66, en cambio llegó hace apenas siete años y eligió otro camino. Tras una vida dedicada a sus hijas, decidió que la tercera edad podía ser también una oportunidad de reconstrucción. Hacer amistades en Estados Unidos se volvió vital para ella. “Era importante para mí retomar la vida”, dice. Hoy agradece lo que el país le ofrece: acceso a medicinas, programas y seguridad en las calles. “Me gusta visitar Ecuador porque recuerdo mi barrio, mi comida, mis amigas de toda la vida. Pero mi hogar es donde estén mis hijas y mis nietos, sea en Ecuador, Europa o la China”, precisa sonriendo.
Viajan juntas a menudo, como si el tiempo que antes les robó la distancia ahora se devolviera en paseos compartidos. Museos, excursiones, cumpleaños, actividades que parecen pequeñas pero que son enormes anclas de sentido. Entre ambas encarnan un contraste y, al mismo tiempo, una certeza: la tercera edad migrante es un territorio lleno de preguntas, pero también de afectos que sostienen las respuestas.

Según el Profile of Older Hispanics, publicado por la Administration for Community Living (ACL) del Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos, en 2019 los hispanos representaban alrededor del 9 % de la población de 65 años o más, y se proyecta que alcancen el 21 % en 2060.
Entre el negocio y la incertidumbre
La historia de Alfredo abre otro ángulo de esta tercera edad migrante. Llegó a Estados Unidos con 29 años; hoy tiene 63. Su plan inicial era arreglar papeles, pero entre el trabajo y el sueño de levantar su propio negocio, lo fue postergando. El negocio creció, nacieron sus hijos y el tiempo pasó. “Si mis hijos me pedían, tenía que esperar el perdón en Ecuador, y yo no podía dejar todo botado”, recuerda.
Ahora vive en Queens, pero antes de tener su empresa, Alfredo pasó años en trabajos de fuerza: la construcción, los campos, oficios que moldearon su juventud y también lo desgastaron. “Ahí se me quedó el cuerpo”, admite, con dolencias que ahora, en la vejez, reclaman atención constante. En Ecuador construyó una casa en Cuenca, pensada como refugio de jubilación. Pero el plan se volvió más complejo: su esposa y sus hijos no quieren vivir en Ecuador, y si él lo hiciera tendría que habitar esa vivienda con sus hermanas, viendo a su familia cercana solo por videollamadas. “Sería como convivir con extraños”, dice entre risas, atrapado entre dos mundos que no terminan de juntarse.
En Estados Unidos nunca logró regularizar su estatus. Eso significa que, tras décadas de esfuerzo, no tiene acceso a Seguro Social ni a Medicare, los pilares de la jubilación y la salud en este país. Para los migrantes mayores como él, la vejez se convierte en un terreno incierto: sin pensión, sin cobertura médica y dependiendo, muchas veces, de los hijos o de redes comunitarias.
Según la Migration Policy Institute, los adultos mayores indocumentados no pueden acceder a beneficios federales como el Seguro Social o Medicare. Algunos estados ofrecen programas limitados, asistencia médica de emergencia, clínicas comunitarias o ayudas puntuales, pero resultan insuficientes frente al costo de enfermedades crónicas o cuidados prolongados. En ese escenario, la vejez se vuelve un ejercicio de resistencia: seguir trabajando hasta donde el cuerpo aguante o confiar en la solidaridad familiar.
Alfredo lo sabe y lo enfrenta cada día. Su dilema no es solo económico, sino íntimo: regresar a la casa que construyó en Cuenca, cerca de sus hermanas pero lejos de su esposa e hijos; o quedarse en Estados Unidos, un país que lo desgastó y lo sostuvo al mismo tiempo, pero donde el futuro se anuncia con más incertidumbre que certezas. Quizás algún día tome una decisión. Por ahora vive en esa cuerda floja, entre un cuerpo cansado y un corazón dividido.
Catalina: la vida como un relojito
Cuando Catalina recuerda su llegada a Estados Unidos, en 2002, la primera palabra que le viene a la mente es alivio. Tenía 40 años y en Guayaquil había aprendido a caminar con miedo: los robos, los intentos de secuestro, los portones enrejados que convertían las casas en pequeñas cárceles. “Allá salías a la calle y ya estabas expuesta. Aquí descubrí otra cosa: la tranquilidad de llamar a la policía y que llegue en dos minutos, de entrar a un hospital y que todo funcione sin excusas”, dice.
Desde entonces, para Catalina la vida en Estados Unidos se parece a un reloj bien calibrado: acceso a medicinas, ambulancias y bomberos que llegan a tiempo, hospitales con equipos que funcionan, seguridad para salir a la calle sin mirar hacia atrás. Incluso el trabajo se vive distinto. “Aquí nadie te cierra las puertas por la edad. Puedes tener 65 años y seguir trabajando, elegir horarios, adaptarte. Allá después de cierta edad ya no te dan oportunidad”, afirma. Esa diferencia la marcó: sentirse útil y valorada más allá de la edad.
“Aquí nadie te cierra las puertas por la edad. Puedes tener 65 años y seguir trabajando, elegir horarios, adaptarte"
Catalina, migrante ecuatoriana en Estados Unidos
Su trayectoria no estuvo exenta de sacrificios. Se jubiló por motivos de salud y hoy vive con una discapacidad que le impide trabajar. Durante años aceptó empleos de medio tiempo porque debía cuidar a un hijo con necesidades especiales. “Eso se refleja en el cheque, que no es grande, pero llega puntual cada mes”, cuenta. Aprendió a ajustar gastos y a valorar lo que para ella es esencial: la estabilidad. “Cuando ya no produces, los gastos siguen igual. Por eso lo que más deseo es estabilidad y salud”.

Catalina no niega la nostalgia. Extraña las playas cálidas, el verdadero sabor de un bolón mixto o un encebollado, las reuniones familiares en Guayaquil. Pero asegura que el miedo pesa más que la añoranza: “Tuve tantas malas experiencias allá que casi no extraño volver. Cuando voy, lo hago con miedo”. Prefiere, en cambio, quedarse con lo que ha construido aquí: reuniones en verano, cumpleaños celebrados con hijos y nietos, días de playa sin sobresaltos. “Eso es lo que me sostiene, esos momentos familiares”.
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