“Prefiero que mi madre me llore por WhatsApp a que me llore en un ataúd”: migrantes en Estados Unidos ven lejos volver a Ecuador
Pasajes comprados y regresos aplazados: ecuatorianos en Estados Unidos enfrentan deudas, violencia en Ecuador y obligaciones que frenan su vuelta.

Martha, migrante ecuatoriana en Nueva Jersey, ha tenido varias veces listo el pasaje de retorno a Ecuador. Pero la realidad económica la hace cambiar de parecer.
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Selene Cevallos
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NUEVA YORK. Martha abre Google Flights como quien abre una herida. La página figura entre sus favoritas del navegador: la ha visitado más de tres veces en dos años, siempre para cambiar la fecha de un pasaje a Quito que nunca llegó a usar. Primero fue marzo, luego junio, después diciembre. Cada modificación costó dinero y un pellizco de ilusión. La última vez ya no pudo renovarlo: el billete se venció, igual que la esperanza inmediata del regreso. Hoy sigue en Nueva Jersey. “Es como tener la maleta lista en la cabeza, pero nunca en la puerta”, confiesa.
En su barrio de casas bajas, Martha ha aprendido a moverse de madrugada, con los guantes de goma y el delantal todavía húmedos en su mochila. Lo que la retiene no es falta de deseo, sino exceso de realismo: en Ecuador dejó una hipoteca y dos préstamos bancarios. “Si vuelvo, ¿quién paga eso? Aquí me rompo la espalda, pero pago”.
Las cifras refuerzan su intuición. En 2024, Ecuador alcanzó un récord de remesas: 6.539 millones de dólares, según el Banco Central. En el primer trimestre de 2025, los envíos ya superaban los 1.724 millones, otro máximo histórico. Detrás de esos números hay decisiones como la de Martha: quedarse, incluso contra el propio deseo.
Carlos, de 42 años, estuvo más cerca de regresar. Vendió su auto, se despidió de sus amigos en Queens y hasta envió electrodomésticos a Guayaquil. “Quería abrir un local de comidas rápidas con mis primos”, recuerda. El sueño duró poco. Se encontró con trámites que nunca terminaban y llamadas anónimas que pedían “colaboraciones” para dejarlos trabajar en paz. “No me terminaba de instalar y ya sabían todo de nosotros”, relata indignado. Canceló el plan y se quedó en Nueva York. Trabaja en total 48 horas a la semana (en dos empleos).
La violencia es un freno poderoso. En el primer semestre de 2025, Ecuador anotó 4.557 homicidios intencionales, un alza del 47 % frente al mismo período del año anterior, según datos oficiales. Además, en el primer trimestre se registraron 2.361 muertes violentas, un 65 % más que en 2024. Para muchos migrantes, esos números pesan más que cualquier pasaje de regreso.
“No es que uno no quiera volver, es que allá te matan por un celular. Aquí te matas trabajando, pero al menos respiras”.
Carlos, migrante ecuatoriano en Nueva York, al analizar un posible retorno a Ecuador
Al sur de Queens, Esteban libra una batalla que no aparece en ningún contrato laboral ni en sus cálculos de ahorro: sus hijos. Llegó a EE. UU. con 23 años, convencido de que serían solo un par de inviernos duros antes de regresar con un capital inicial a Ecuador. Pero en el camino conoció a Ana, también migrante ecuatoriana, y juntos formaron una familia. Hoy sus dos hijos, de 8 y 11 años, son ciudadanos estadounidenses, hablan inglés con naturalidad y navegan la escuela pública como si el mundo entero les perteneciera. “Ellos son la raíz que me ata”, confiesa, mientras ajusta las mochilas colgadas detrás de la puerta.
¿Por qué alguien que lo tiene “todo”: trabajo estable, techo asegurado, hijos ciudadanos, quisiera volver? La respuesta de Esteban no tiene que ver con la lógica sino con el pulso de la memoria. “Porque mi madre, mis hermanos siguen en Ambato y mis recuerdos también. Extraño el olor del pan en las mañanas, las fiestas de barrio, hasta las calles empedradas”, admite. Lo que le pesa no es la falta de oportunidades en EE. UU., sino la sensación de que su vida quedó partida en dos: el progreso en un país que no lo vio nacer y la nostalgia de un país que no lo deja ir.

Esteban incluso probó una alternativa: invertir a distancia. Mandó dinero para abrir un pequeño negocio familiar, luego intentó con un local de abarrotes. “Uno manda la plata con fe, pero al final se va en gastos, en deudas. Al poco tiempo no queda nada”, lamenta. Lo que empezó como un proyecto de regreso se convirtió en frustración acumulada.
La socióloga Pamela Paredes lo explica con crudeza académica: “Cuando los hijos crecen en Estados Unidos, los padres saben que volver significa cortar un futuro ya en construcción. Esa tensión genera culpa, porque sienten que renuncian a su país, y al mismo tiempo provoca aplazamientos indefinidos del regreso. El retorno, en esos casos, deja de ser un plan realista y se transforma en un relato íntimo, casi un consuelo”.
Y es ahí donde Esteban se mueve: en la cuerda floja entre la seguridad de Nueva York y el deseo de recuperar su lugar en Ecuador. Una vida marcada por la contradicción: tener mucho más de lo que soñó al salir, pero aun así querer volver.
El retorno, así, se convierte en horizonte móvil. Martha guarda correos electrónicos con boletos vencidos. Carlos aplaza un año más la decisión. Esteban se aferra al futuro de sus hijos, que ya no imaginan una vida en Ecuador. La vida de los migrantes se escribe en ese suspenso: Ecuador espera, pero el regreso nunca despega.
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