Dejar de hablar español en zonas públicas por miedo; una realidad que se extiende entre migrantes en Estados Unidos
Ante miradas hostiles, correcciones y episodios de xenofobia cotidiana que a veces incluyen el grito de "go back to your country", algunos migrantes ecuatorianos en Estados Unidos han elegido bajar la voz o dejar de hablar español fuera de casa. El silencio se ha convertido en una estrategia de supervivencia.

Migrantes ecuatorianos han vivido episodios xenofobia en Estados Unidos y por momentos optan no hablar español en público en Estados Unidos
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Fotocomposición/Diana González
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NUEVA YORK. Durante años, Fabiola creyó que bastaba con trabajar bien. Llegó a Queens hace trece, sin papeles al principio, sin inglés y con un hijo que pronto hablaría mejor que ella. Su vida se tejió en español: empleos con latinos, jefes latinos, vecindarios latinos. Hasta que un día la lengua que la sostuvo se volvió un riesgo. Fue en una casa de una familia judía donde cuidaba a un anciano. Apenas comenzó su turno, le pidieron que se marchara. “No habla inglés”, dijeron, como si fuera una falta grave, como si el idioma justificara prescindir de ella sin matices.
El episodio no fue aislado. En la estación de metro camino al trabajo —en un barrio donde el español se oye como un acento forastero— varios pasajeros giraron la cabeza cuando la escucharon hablar con otra cuidadora ecuatoriana. No hubo insultos esa vez, pero sí esa mirada sostenida que anticipa un juicio. Desde entonces, Fabiola calla. Habla lo justo. Mira dos veces antes de usar su lengua materna. No lo llama miedo, pero se le parece.
Lo que le ocurre a Fabiola no es una anécdota suelta. En distintas ciudades y estados, migrantes latinoamericanos han comenzado a practicar una suerte de huelga de voz: renunciar a hablar español en espacios públicos para evitar agresiones, expulsiones, amenazas o la simple incomodidad de estar “de más”. Es un gesto pequeño pero revelador: el idioma convertido en escollo en un país donde, de acuerdo al U.S. Census Bureau, aproximadamente el 22% de la población habla otra lengua en casa.
Tomás, de 34 años, lo sabe bien. Llegó hace ocho y trabaja en construcción, pero en el metro casi no pronuncia palabra. La última vez que comentó algo en español con un compañero, un pasajero le soltó el clásico “go back to your country” ("regrésate a tu país). Antes había pasado algo parecido en un supermercado: él escuchaba en su teléfono un video en español y otro cliente lo señaló, con una mezcla de burla y fastidio, para advertirle que “aquí se habla inglés”. Desde entonces baja el volumen, mira el entorno y evita cualquier conversación fuera del trabajo. No se considera víctima, insiste, pero reconoce que vive “en modo alerta”.

Aunque no existen cifras oficiales que midan cuántos migrantes han optado por limitar su español en público, organizaciones comunitarias en Nueva York y Nueva Jersey coinciden en que la discriminación por idioma forma parte de un patrón sostenido. Entidades como Make the Road New York y clínicas legales que atienden a hispanohablantes reportan cada año cientos de consultas por trato hostil, correcciones públicas o acoso vinculado al acento. La Comisión de Derechos Humanos de la ciudad —que en 2023 registró más de 9.000 consultas y 744 quejas formales por distintas formas de discriminación— también incluye entre sus casos incidentes relacionados con el origen nacional y el idioma.
“No es un repunte aleatorio, sino un clima persistente que se hizo más visible tras la pandemia, cuando las tensiones migratorias y la retórica antiinmigrante reforzaron episodios de xenofobia cotidiana”.
Alex Fuentes, abogado de migración.
La empatía y la dificultad de aprender inglés
Para César Vergara, magister en innovación educativa y especialista en enseñanza del inglés, la explicación está lejos de la idea simplista de que aprender depende solo de “ponerle ganas”. La mayoría de migrantes, dice, entra a empleos con jornadas extenuantes —limpieza, construcción, bodegas, delivery— donde casi no hay interacción real en inglés, y llegar a casa agotados deja poco espacio para practicar. A ello se suman factores menos visibles: la ansiedad de hablar bajo la mirada ajena, el miedo a equivocarse, las burlas por el acento o el temor a enfrentarse a entornos donde la xenofobia puede activarse o escalar sin previo aviso.
Vergara añade que muchas personas llegan con trayectorias escolares interrumpidas o sin experiencias previas de aprendizaje de una segunda lengua, y enfrentarse al inglés en la adultez supone un reto mayor. Los cursos de calidad son costosos, y para quienes viven al día la prioridad es sobrevivir, no estudiar. Cuando se combinan las presiones laborales, emocionales, sociales y educativas, concluye, no es extraño que algunos migrantes opten por callar en público: “el silencio aparece entonces como un mecanismo de resistencia y de cuidado personal, más que como una falta de interés por integrarse”.
A esa estadística se suman episodios que corren por redes sociales: gente increpada por hablar español en un Uber, empleados grabados por clientes que quieren “evidenciar” su acento, adolescentes expulsados de tiendas por no entender una instrucción en inglés. El mensaje es siempre el mismo: el idioma, más que una herramienta, se convierte en línea divisoria.
"Yo no quiero problemas"
Fabiola lo explica con sencillez: “Yo no quiero problemas”. Por eso, cuando viaja sola con su hijo, baja la voz. Él, que sí domina el inglés, le traduce lo necesario. Pero cuando ella intenta responder, siente cómo el acento la delata. Hay días en los que prefiere no contestar; otros, en los que acompasa el ritmo de la ciudad en silencio. La voz también migra, pero no siempre en libertad.
En el caso de Tomás, el silencio le ha cambiado hábitos. Ahora elige rutas menos concurridas para ir al trabajo, observa a los pasajeros antes de mirar su teléfono y evita los vídeos en español fuera del descanso. “No quiero otra escena”, dice. Y aunque sabe que la mayoría de la gente no reacciona así, una sola experiencia violenta pesa más que cien neutras.
La socióloga Pamela Pérez lo resume: “El silencio es un mecanismo de autoprotección, pero también una pérdida. Cuando un migrante deja de hablar su lengua en público, no solo se protege: renuncia a una parte de su presencia”. No es un fenómeno nuevo, añade, pero sí más visible en un momento en que la retórica antiinmigrante vuelve a ganar espacio.
En esa tensión viven Fabiola, Tomás y tantos otros. No han dejado de hablar español; simplemente, han aprendido a administrarlo. Lo dosifican. Lo esconden cuando el entorno amenaza. Lo reservan para la casa, el trabajo entre latinos, las llamadas a Ecuador. Y aunque lo digan en voz baja, todos coinciden: el silencio también es una frontera que se cruza.
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