“Eso no lo dejo nunca”: Chocolate ecuatoriano y compras atadas al recuerdo; así viven la Navidad y fin de año los migrantes en Estados Unidos
Los ecuatorianos que viven en Estados Unidos reinventan diciembre sin soltar la memoria. Un recorrido por lo que se compra, lo que se evita y lo que se mantiene intacto lejos de casa.

Para Norita, migrante cuencana, los detalles en la comida son fundamentales. No escatima gastos en ello. Otra de sus rutinas es armar el nacimiento, tal como lo hacía en Cuenca.
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NUEVA YORK. Diciembre llega y, con él, una coreografía conocida para los ecuatorianos que viven en Estados Unidos: listas mentales que nunca se escriben, compras que se repiten cada año y tradiciones que, pase lo que pase, se defienden con convicción. No importa el país ni el clima. Hay gastos que no se negocian porque, más que objetos, compran tranquilidad, memoria y espíritu navideño.
Para Yolanda Peralta, propietaria del restaurante La Roca, en Elizabeth, Nueva Jersey, la Navidad arranca con una decisión que no admite negociación, la ropa. Es una ley no escrita. “La parada nueva no puede faltar”, dice esta guayaquileña, con la naturalidad de quien habla de algo tan esencial como el pan. A esa tradición se le suma una costumbre adoptada en Estados Unidos y que hace algunos años habría parecido impensable: la pijama navideña. Yolanda ya compró la suya. Porque si hay foto familiar, mejor que esté completa, coordinada y con el espíritu festivo bien puesto.

Elizabeth vive diciembre en Nueva York con una lógica muy clara, “la Navidad se arma desde la cocina y el mini bar de mi casa”. Para ella no puede faltar la comida ni la bebida. Eso ya está resuelto. Vinos, tequila o cerveza, según el tipo de invitados. Todo calculado, todo listo. Lo que sí quedó descartado —aunque duela— son los petardos. Aquí no hay camaretas ni diablillos. Las leyes mandan. Pero el brindis compensa. El ruido se reemplaza con risas largas y copas que chocan más de una vez.
En la casa de Alexandra, en cambio, diciembre empieza cuando las compras para los niños ya están sobre la mesa. Ahí respira tranquila. Sale con su madre y su hijo a comprar ropa nueva para ellos, con la misión que lleguen las fiestas y esté todo listo. Revisa tallas, elige colores, piensa en la foto familiar sin decirlo en voz alta. Cuando termina, siente que la Navidad ya arrancó, aunque falten días en el calendario.

Después, sin prisa, se ocupa de ella. Elige algo para la noche buena, algo que acompañe el momento, que esté a la altura de la celebración. No compra de más ni improvisa. Compra cuando toca. “Es parte de nuestras fiestas”, dice.
Tiene que ser chocolate, pero ecuatoriano
Hay quienes, además, son fieles a sabores muy específicos. Para Patricia, en Queens, por ejemplo, diciembre no existe sin pan de Pascua y sin la barra de chocolate ecuatoriano para preparar chocolate caliente. No cualquiera. Tiene que ser esa barra, la de siempre. “Si no es esa, no sabe igual”, dice. Tampoco compra —ni compraría jamás— un árbol de Navidad de verdad, como se acostumbra en Estados Unidos. No cabe en su departamento, nadie le ayuda a montarlo ni a desmontarlo y, sinceramente, no está dispuesta a pelear con ramas, agujas y bolsas gigantes en enero. El árbol artificial, pequeño y práctico, gana por goleada.
En la casa de Verónica en Pensilvania, la Navidad se mide por el olor. Hay una compra que sigue haciendo cada diciembre, aunque ahora requiera estrategia: el incienso. Es un gasto mínimo, pero cargado de historia. Viene de su bisabuela, pasó por su abuela, su madre y ahora viajó con ella a Estados Unidos. En Ecuador, recuerda, la casa se llenaba de una neblina espesa que anunciaba fiesta. “Aquí, en cambio, encender incienso es casi una operación encubierta. Las alarmas se activan, los sensores reaccionan y una visita de los bomberos puede costar miles de dólares en multas”. Así que Verónica adapta la tradición a lo gringo, ventanas abiertas, tiempos cortos, cantidades controladas. No gasta en riesgos, pero sí invierte en mantener vivo ese aroma que le recuerda de dónde viene.
Para Carolina, que vive en Connecticut, la Navidad se define por una compra muy específica, el champagne. Es el único trago al que le da un lugar central en diciembre, porque protagoniza el brindis y ese segundo exacto en el que se piden los deseos. No compra grandes cantidades ni se deja llevar por promociones. Sus invitados lo saben. “Hay champagne para el momento importante, pero no para rellenar copas toda la noche”. Aquí el gasto no es excesivo, es simbólico.

¿Entrega de regalos? Sí, pero como en Ecuador
También destina presupuesto a los regalos que van debajo del árbol, aunque mantiene una costumbre que no negocia: se entregan el 24, como en Ecuador. Esperar hasta el 25 no entra en sus planes, por más que viva en Estados Unidos. En su casa, los paquetes se abren la Nochebuena, cuando la mesa todavía está puesta y el brindis recién termina.
En la Navidad de Norita no hay espacio para pantallas nuevas ni cajas brillantes de tecnología. Ese gasto no entra en sus planes. Lo que sí ocupa buena parte de sus gastos son los alimentos, compra más de lo habitual, cocina sin medir porciones y piensa la cena como un acto compartido. “Para mí, la Navidad es sentarnos juntos a la mesa”, dice. En su casa de Nueva Jersey, los platos circulan, se repiten y se alargan en conversaciones que no miran el reloj.
Tampoco siente que diciembre venga con la obligación de estrenar ropa. Puede hacerlo o no, y no pasa nada. Hay tradiciones que pesan más. Cada año destina tiempo —y algo de dinero— a armar su nacimiento, una costumbre que trae desde Cuenca y que se mantiene intacta, incluso lejos de casa. Coloca las figuras con cuidado, como si ordenara recuerdos. “Eso no lo dejo nunca”, dice. En su Navidad, gastar no es acumular cosas nuevas, sino repetir gestos antiguos que hacen que la casa, por unos días, vuelva a sentirse completa.
Así, entre bolsas que vuelven llenas, pijamas navideñas, mesas que se extienden sin apuro, aromas dosificados para no activar alarmas y brindis breves pero precisos, diciembre deja escenas pequeñas que se multiplican a lo largo del mapa. En cada hogar se elige qué conservar, qué ajustar y qué volver a hacer. Son gestos mínimos, pero suficientes para que la Navidad siga siendo reconocible, incluso a la distancia. En cada casa, a su manera, la fiesta encuentra su forma. Feliz Navidad.
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