"Lo primero que empacaron fue el recuerdo": los migrantes que se llevaron un pedacito de Ecuador en sus maletas
Migrantes ecuatorianos en Nueva York, Estados Unidos, contaron a PRIMICIAS cuáles fueron los objetos que llevaron en la maleta, para no olvidar quiénes son.

En este rincón del apartamento de Ángel en Nueva York, Ecuador no es solo un recuerdo: es un paisaje colgado en la pared, hecho de objetos, clavos y memoria migrante.
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Selene Cevallos
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Nueva York, Estados Unidos. En una pared de un apartamento en Queens, Nueva York, cuelgan fragmentos diminutos de un país que queda a más de 4.000 kilómetros de distancia. No son cuadros de museo ni obras firmadas por grandes artistas. Son figuras de casitas andinas, una miniatura de una chiva multicolor, una imagen de la Virgen tallada en madera y una placa que reza con orgullo: "LDU Campeón Copa Libertadores 2008. Ahí está Ecuador, suspendido entre la nostalgia y la necesidad de recordar.
“Los colgué apenas conseguí clavos y un poco de tiempo libre”, cuenta Àngel, señalando la pared que se transformó en testigo de su exilio. Entre las piezas, una embarcación en miniatura lleva el nombre “Salinas - Ecuador” pintado con letras blancas. Fue un regalo de un familiar que viajó a Guayaquil, pocos días antes de cruzar la frontera hace más de veinte años, cuando aún no sabía que su viaje sería tan largo ni su ausencia tan persistente.
“Me traje estas cosas porque el país también se extraña con la vista. Esta barquita me recuerda al mar, al viento y a todo lo que dejé para empezar otra vez sin perderme del todo”.
Ángel
Llevar esos recuerdos, añade, tamibién fue su manera de cumplir una promesa hecha a su familia: llevar a Ecuador con él, aunque fuera en pedazos.
Cuenta que, cuándo recién llegó, su casa solía oler a eucalipto cada vez que abría el cajón donde guardaba unas hojas secas traídas del Azuay. Las hervía cuando la nostalgia por su abuela se hacía demasiado grande. Con ese vapor tibio y terroso, decía, podía viajar sin moverse, regresar a esa casa de infancia donde el aroma lo abrazaba antes de que alguien lo hiciera con palabras.
Las hojas ya se acabaron, pero la costumbre quedó flotando en el aire, como un recuerdo que se niega a disiparse del todo.

Cada objeto tiene una historia, un ancla. Y en ese acto de empacar lo mínimo, los ecuatorianos han llevado más de lo que parece. No por valor material, sino porque son pedazos de su identidad.
Claudia, que vive en Estados Unidos desde hace décadas, guarda una cajita de madera desde hace más de 30 años. La recibió de una amiga. “En ese tiempo no sabíamos de visas ni de pasaportes”, recuerda. Esa caja, que ha resistido tres mudanzas y cientos de inviernos, contiene pulseras, relojes, anillos y cadenas, todos regalados por sus familiares a lo largo de su vida. Cada pieza tiene una historia, un cumpleaños, una despedida, una voz. “No son joyas caras, pero pesan más que el oro”, dice.
“Aquí en Estados Unidos hay cofres hermosos, de esos que se encienden al abrirse. Pero esta cajita, con su tapa que ya no cierra bien, es el único lugar donde todo lo que amo cabe sin romperse”.
Claudia

Eli, que vive en Nueva Jersey, no dudó al empacar: entre lo primero que guardó estuvo su rosario —viejo, con las cuentas ya desgastadas— y una oración impresa del Justo Juez, ambos regalos de su abuela, fallecida hace más de cinco años. “Ella me enseñó a tener fe, a no soltarla ni en los peores momentos. Es mi guía y mi escudo, incluso ahora”, dice con la voz firme.
El rosario no lo guarda en una gaveta ni en una caja: lo lleva colgado en el espejo retrovisor de su auto, como un vigilante silencioso de cada trayecto. “Lo tengo desde hace más de veinte años. No es solo un objeto; es su abrazo permanente. Es ella acompañándome cada día”.

Douglas llegó hace menos de un año. Dejó atrás su trabajo, a su familia en Quito y esa certeza agotadora de que, por más que se esfuerce, el sueldo no alcanza.
En su maleta no trajo muchas pertenencias ni tecnología de punta. Trajo su vieja computadora portátil. “No funciona muy rápido, pero tiene algo que no pienso reemplazar: los stickers que coleccioné con mi hija”, dice. Al abrirla, se despliega un paisaje de colores, dibujos de Pokémon, estrellas, una caricatura del Aucas y hasta una calcomanía con forma de gato.
“Mi hija empezó pegando el primero y, cada vez que tenía uno nuevo, lo ponía ahí para que yo la llevara conmigo adonde fuera. Es nuestra manera de estar juntos, aunque estemos lejos”.
En ese ordenador, además, hay fotos familiares, música ecuatoriana, videos de partidos del Aucas y la voz de su hija cantando desde el fondo de algún domingo familiar.
“Esta compu es mi puente. Mi refugio. La traje porque me recuerda quién soy, de dónde vengo y a quién tengo que volver a abrazar”.
Douglas
Ecuador viaja en silencio en esas “pequeñas cosas”. Un mantel puede recordar una casa entera. Un rosario puede sostener la fe en un país nuevo. Una barquita puede ser más que un recuerdo: puede ser puerto. Una computadora puede ser el altar portátil donde cabe toda una vida. Porque siempre hay algo que se necesita llevar consigo, aunque pese. Aunque no se pueda declarar.
Ángel convirtió su sala en un pequeño museo doméstico. “Cada cosa que traje tiene un porqué. Me recuerda quién era antes del cansancio, antes del inglés, antes de los inviernos”, dice.
En cada casa donde habita un ecuatoriano fuera de su país, hay un pequeño altar. Puede ser una repisa, una esquina, un cajón. En ellos se guardan retazos de tierra, de historia, de familia. No entraron en los formularios de aduana, pero pasaron frontera tras frontera como si llevaran visa emocional.
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