Domingo, 28 de abril de 2024
De la Vida Real

Ascensores y códigos QR: El desafío citadino en un alma rural

Valentina Febres Cordero

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

19 Feb 2024 - 5:57

Vivir a las afueras de la ciudad no es lo mismo que vivir dentro de la ciudad. Manejamos distintos códigos. Nosotros vivimos a unos 45 minutos de Quito, donde no es campo, pero tampoco tenemos ese contacto citadino diario.

Hace cinco años, o tal vez seis, aprendí cómo realmente funciona un ascensor. Estaba en la oficina de una amiga. Nos íbamos al noveno piso y yo solo aplasté la flecha que me pareció que debía aplastar: la de abajo. Y ella me dijo indignada: "¡Valen, si vas para arriba debes aplastar la flecha que señala arriba! ¡Si vas para abajo, la de abajo!" Entendí y le agradecí tanto por tan valiosa enseñanza. Ahora cada vez que me subo en uno, me acuerdo de mi amiga Dani.

Otra diferencia notable entre los que vivimos fuera de la ciudad y los que viven en la ciudad es la habilidad que tienen para empujar o halar las puertas, esas que son de vidrio con una manilla gigante de acero inoxidable. Dice "hale" en azul, y yo empujo. Y como no se hala, me da vergüenza, me río sola tratando de disimular mi estupidez. Y mi cerebro ve "empuje" en letras rojas e inmediatamente mis manos halan.

Hay una cosa que me devela que no soy citadina: cuando subo a Quito y me toca parquear en esos parqueaderos que te dan un ticket. No logro coordinar entre abrir la puerta, sacarme el cinturón y salir por la ventana. No lo logro. Me pongo nerviosa, me enredo. Ya sale el ticket, me parqueo. Y luego, pagar en esas máquinas... Hay que pedir siempre ayuda a alguien. El otro día un señor que estaba detrás de mí, bravísimo, me dijo: "¡Quite, quite, yo le doy pagando! ¡Pase el ticket!", y me pagó las dos horas de parqueo. Es que, por un lado, se pone el ticket, luego la moneda, por abajo sale el recibo. Hasta existe la opción para pagar con tarjeta. Y no todas las máquinas son iguales. Realmente pagar algo simple se ha vuelto una acción titánica.

¡Ay no!, y las máquinas esas donde hay que depositar cheques. Entre que se firma, se pone el número de cédula, el número de cuenta y de repente el cheque desaparece y la angustia de que la fila cada vez está más y más larga. Y la persona de atrás está ahí solo para poner presión psicológica. Es un martirio. Yo creo que los cheques ya no deberían existir y esas máquinas se deberían extinguir.

Por dignidad no he contado jamás el papelón que hice la vez que me fui sola al Metro de Quito.

El Wilson, mi marido, la noche anterior me dio las instrucciones para que no me pierda. Bajó a mi celular la aplicación para que el rato que pase me haga el débito automático.

Fue tal mi inutilidad que terminé haciendo fila para comprar el pasaje. Además, dentro del metro no entendí por qué, si me iba al sur, terminé en el norte llorando y perdida. Una de las guardias del metro me agarró de la mano, me dio la vuelta a la estación del Labrador y me explicó que debo ir a San Francisco, la que está al sur. Juré nunca más ir sola.

El otro día fui con mis hijos a Quito y el Pacaí, mi hijo mayor, al verme sacar el ticket de la máquina del parqueadero, me dijo: "¿Ma, por qué no solo abres la ventana y sacas la mano, aplastas el botón y ya? No tiene lógica abrir la puerta, salir por la ventana y pelear con el cinturón de seguridad". Y mi hijo Rodri, bravísimo, determinó: “Mejor la próxima vez buscamos la zona azul. Esto siempre es un relajo”.

Creo que soy más rural: cuando subo al bus pago manualmente mi pasaje, me bajo en la parada y camino hasta donde tengo que llegar. Estoy tranquila y no paso papelones. Tanta modernidad solo nos está complicando la vida.

Hay otra cosa que últimamente me atormenta, y me enerva. Antes, buenamente, al pedir el número de celular, uno dictaba número por número, ponía “guardar” y asunto resuelto. Ahora pedir el número de alguien es un trámite burocrático e indignante. Te pasan un código QR para escanearlo. No se imaginan cuánto me demoro buscando dónde está el ícono de escanear QR y la persona se queda con el brazo extendido horas mostrando el código de barras mientras sigo tratando de resolver el problema. "Buenamente, díctame el número", pienso.

Creo que me está aflorando la esencia Amish. ¿Se imaginan si me toca algún día ir a una mega metrópoli? No sobrevivo ni una hora.

Las opiniones expresadas por los columnistas de PRIMICIAS en este espacio reflejan el pensamiento de sus autores, pero no nuestra posición.

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