Viernes, 29 de marzo de 2024
De la Vida Real

La fiesta, cáete con un trago

Valentina Febres Cordero

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

23 Feb 2020 - 19:00

La invitación llegó por WhatsApp y decía. “Let’s Dance. ¡Ven a celebrar conmigo mis 38 que no juegan! ¿Cuándo? El sábado 15. Les espero a las 21:00 en mi casa”. No hizo falta poner la dirección, vino como ubicación, y al final decía “cáete con un trago”.

La cumpleañera es la hermana de mi mejor amiga. Entonces no solo tenía que ir por cumplir, sino que quería ir. Le reenvié la invitación a mi esposo junto a un “tenemos que encargar guaguas”. Él solo me respondió “ok” y “llevemos cervezas”.

Armamos la logística del encargo de guaguas. A esta edad, desde que salimos del colegio, los cumpleaños de los amigos son en bares o discotecas o una cena con vino en mano. No volví a tener una fiesta, una fiesta de verdad. No sabía lo que me esperaba esa noche, pero tenía ganas de farrear, como hace más de 20 años no lo hacía. Nos arreglamos, cogimos las cervezas y nos fuimos en nuestro auto. 

Cuando entramos a la casa de la AnaLú (así se llama la cumpleañera) fue como revivir mis 15 años. Me di cuenta de que los 40 no son los nuevos 20, sino los viejos 15. Entré a los años a una casa como las de nuestra “época”. Claro que, mientras más pasa el tiempo, la “época” se va alargando a cualquier momento del pasado.

Era una casa grande, con el piso de parquet lacado, ventanas cuadradas clásicas y con rejas, cinco cuartos, tres baños y la cocina estaba separada del comedor. La decoración de la casa era moderna, de muy buen gusto: lámparas de Turquía, cuadros de Guayasamín, fotos familiares en blanco y negro enmarcadas en marcos de colores.  

Las luces estaban apagadas. Del techo de la sala colgaba una gigante bola de espejos, esas que solo hay en las discotecas. Los sillones, de un tapiz blanco pulcro, estaban pegados a las paredes. Claro, no había mesa de comedor, porque todo ese espacio era pista de baile, como en nuestras fiestas de la secundaria.

Sin apariencias, sin poses, solo amistad, baile y trago. Muchos de los que fuimos no nos habíamos visto desde el colegio. Casi todos estábamos casados y llenos de hijos. Al Ritmo de Control Machete, bailando y tratando de conversar a gritos, la pregunta general era: “¿Con quién se quedaron sus guaguas?”. “Con mis suegros”, “con mi cuñada, pero les tenemos que pasar viendo”. En nuestra “época” nos preguntábamos, a gritos también: “¿Hasta qué hora te dieron permiso? ¿Tus papás te vienen a ver?”

De pronto regresé a ver hacia la puerta, y ahí estaba él, mi gran amor platónico. Jamás me paró bola. Me emocioné de verlo. Estaba calvo, mucho más gordo, pero tan lindo como siempre. Corrí a saludarle. Nos abrazamos, y me dijo: “Valen, te presento a mi pareja”. Era un tipo guapísimo. Ahí entendí por qué nunca me dio ni la hora.

Aunque yo tenía como un karma: el chico que me gustaba no me hacía ni caso, y el que no me gustaba moría por mí. Nunca fui muy afortunada en esto del amor.

Un rato, todos agotados de tanto baile, risa y show, fuimos afuera, sin escondernos de nadie, solo a fumar un tabaco abiertamente y a conversar. Siempre donde mejor se pasa es en la zona de fumadores. De pronto, suena a todo volumen la canción “Abarajame en la bañera”, de Illya Kuryaki and The Valderramas, todo como en nuestra “época”.

Entramos a la casa a bailar moviendo los brazos al ritmo de la canción. Por una noche, todos los problemas de la adultez se escondieron. Estaba siendo libre: sin hijos que nos manejen la vida y sin padres que nos controlen la hora de llegada y la cantidad de bebida ingerida.

Ahí estábamos todos, bailando sobre el piso al que cada vez se le salía más la laca. No lo puedo negar. Tuve angustia: sus papás le van a matar, pensé. Pero no. Ahora la dueña de la casa es ella. Sonreí y decidí dejar de fijarme en los daños ocasionados.  

Esa noche fue mágica. Todos dejamos de lado nuestras profesiones y fuimos los que siempre hemos querido ser, libres. Libres de cargos, de uniformes, de responsabilidades, de horarios, de comportamientos sociales, de deudas. Fuimos eso, un grupo de adultos gozando la adolescencia, sin misterios y sin secretos. 

Las opiniones expresadas por los columnistas de PRIMICIAS en este espacio reflejan el pensamiento de sus autores, pero no nuestra posición.

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