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Una Habitación Propia

¿Por qué no pidió ayuda? Qué tonta

Maria Fernanda Ampuero

María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.

Actualizada:

14 ene 2021 - 19:00

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A Lisbeth Baquerizo la mató su amor, el hombre por el que escribió en Instagram que los cuentos de hadas se cumplían, su marido.  

De este caso cada detalle es más espeluznante que el anterior. 

La medianoche del 21 de diciembre, los padres de Lisbeth, Lis, reciben una llamada de su consuegro. El hombre les dice vengan rápido que Lisbeth está muertita. 

El diminutivo cobra una dimensión de horror inenarrable cuando ellos, los padres, le insisten al consuegro que llame al 911, que pida una ambulancia, que quizás se puede hacer algo todavía, pero él insiste: no, no, ya Lis está muertita. 

Ni una gota de piedad. 

Muertita. Imaginen esa palabra estallando como bomba atómica en la cabeza de una madre. 

Los padres llegan a la casa y encuentran a su hija tirada en el suelo, hay sangre. La madre trata de reanimarla, pero Lis ya es un cadáver, está rígida, sus músculos ya se han endurecido con el rigor mortis. 

Que se cayó de las escaleras, les dicen. Que tuvo un accidente, les explican. Que un médico firmó el acta de defunción, les insisten. 

Ya está, no hay nada que hacer. Un terrible accidente. Pasemos la página.  

En la casa ya está gente de la funeraria, como pájaros negros, esperando para meterla a un ataúd sin mucho trámite. Esperando, parece, para desaparecerla otra vez.

Los cadáveres hablan y ellos no quieren que el de Lisbeth diga las cosas que tiene que decir.  

La sospecha de que no está muertita, sino que ha sido asesinada cobra forma muy rápido en la mente de sus padres. 

¿Por qué la prisa por enterrarla? ¿Por qué tiene el pelo mojado? ¿Por qué el yerno tiene una herida en la cabeza? ¿Por qué en todas las largas horas de velatorio él nunca se acerca a despedirse de su amada, la mujer con la que ha estado vinculado durante trece años? 

Las sospechas crecen y crecen. Él dice que la herida es de un asalto. ¿Qué asalto? Todo: las actitudes, las palabras, las miradas, todo empieza a parecer oscuro, maligno, mentiroso. 

En el velorio una amiga de la familia le dice a Katy, la madre de Lis, que tiene que contarle algo. La noticia se desparrama sobre el corazón de Katy como lava hirviendo, como ácido, como las piedras para lapidar: su hija era maltratada.

Su esposo la golpeaba, la insultaba, la encerraba, le reventaba las llantas del carro para que no saliera. Ella, dijo la amiga, no había contado nada porque tenía fe en solucionar las cosas con su esposo. 

Katy se levantó y fue a la Fiscalía. En pleno velatorio, agentes de la Dirección de delitos contra la vida se llevaron el cadáver de Lis para empezar una investigación. El viudo, al verlos entrar, como las alimañas cuando se enciende la luz, huyó. 

El dolor de la hija muerta se convirtió muy pronto en el espanto de la hija asesinada. 

El nombre de la hija querida y la palabra feminicidio nunca deberían ir juntos. 

Lis no murió de una caída, murió de contusiones y heridas cortopunzantes en el cráneo. La mataron. La mató su marido y luego alguien -¿él, el médico, los de la funeraria?- pegó, como un plato roto, su cabeza rota con pegamento La Brujita.

La mataron, entonces, una y otra vez. 

A lo espeluznante, doloroso e injusto de la muerte de Lisbeth Baquerizo, una mujer profesional, inteligente, emprendedora, amada y amante, se suma el horror del país que la vio nacer y morir. Este país que levanta un dedo acusador con la facilidad con la que se mete un palillo para escarbar los dientes. 

Este país mata cada vez que habla. Este país tiene una lengua feminicida.  

Los comentarios en las redes sociales explican perfectamente por qué en Ecuador cada año más de cien mujeres son asesinadas (cada tres días hay un feminicidio), la mayor parte de las veces por sus parejas o ex parejas sentimentales, mientras los hombres, sobre todo los hombres, siguen culpando a las mujeres. 

¿Por qué no pidió ayuda?, preguntan los filósofos de Twitter o Facebook. ¿Por qué no huyó a tiempo? ¿Por qué dejó que las cosas escalaran hasta este punto? 

Entre líneas se lee una acusación velada: ella se lo buscó, ella fue la culpable, ella debió pedir ayuda mucho antes de que le partieran el cráneo y se lo pegaran con La Brujita. 

Es impactante cómo la carga siempre vuelve a la víctima, la mujer. ¿Cómo iba vestida? ¿Estaba bebida? ¿Qué hacía ahí a esas horas? ¿Por qué no le contó a nadie que su marido le pegaba? 

Lisbeth Baquerizo no buscó ayuda porque desde niña, como a todas, le deben haber dicho que el marido es lo primero, que una mujer sola es una basura, que divorciarse es pecado, que a las divorciadas nadie las respeta, que lo único que da valor a una mujer es ser amada por un hombre, que el hogar es sagrado, que la familia primero, que la ropa sucia se lava en casa, que la esposa debe servir al marido, que las mujeres, como la Virgen, deben ser pacientes, dóciles, silenciosas. 

Lisbeth Baquerizo fue asesinada a golpes por su marido.

A él, el asesino, es a quien deben dirigirse todas las preguntas, pero en este país de mierda, donde las mujeres desaparecen no solo con su cuerpo sino también con su voz, siguen preguntándole a ella, la víctima, por qué no corrió en lugar de preguntarle a él, su maldito asesino, por qué la mató. 

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