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Una Habitación Propia

Precaliente el horno a 180 grados

Maria Fernanda Ampuero

María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.

Actualizada:

23 abr 2020 - 19:00

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Sé que no soy la única a la que le pasa: mi capacidad de concentración de un tiempo acá es ridícula. 

Tan poquito logro enfocarme en las cosas que solo puedo ver de nuevo películas que vi a.c. (antes del coronavirus) y cuyo hilo sería fácil de seguir hasta para un niño. 

Ayer, por ejemplo, vi Willy Wonka y la fábrica de chocolates, la original, la del 71, y no me quedaron claras un par de cosas que explicaron en la canción los oompa loompas. 

Lo mismo con los libros. En todo este tiempo nada más he sido capaz de releer y tampoco tanto. 

Releí La Carretera de Cormac McCarthy, porque habla con una belleza terrible de perder el mundo, y Los niños del Brasil, un libro sobre experimentos nazis que tenía mi papá y que leí a escondidas cuando era pequeña. Releí también un par de cuentos de Amparo Dávila, la extraordinaria escritora mexicana, porque murió en estos días y mucha gente compartió en las redes sociales su obra.  

Eso es todo.  

Como en un castigo de mitología griega, empiezo novelas y cada noche tengo que volver a leerlas desde el capítulo uno porque olvido de qué se trataban.  

En medio de esta locura lo único en lo que de verdad logro concentrarme es en cocinar. Peso, cuento, separo, bato, tamizo, engraso, incorporo, mezclo, añado, mido. Una cucharadita de esto, 200 gramos de lo de acá, media taza de aquello y precaliente el horno a 180 grados. 

No soy, claro, la única que está pasando la cuarentena enharinada. 

La gente está horneando más que nunca y tengo la impresión de que esta súbita afición compartida tiene que ver con la increíble ausencia de certezas que tenemos en estos días. 

No sabemos nada del presente, no sabemos nada del futuro, pero queremos desesperadamente aferrarnos a algo y ese algo, para muchos, es un trozo de pan de banano, una galleta casera, algo que creamos, amasamos y moldeamos con nuestras propias manos: algo que podemos controlar, algo tangible, algo que sale bien. 

Me explicaban el otro día que el cerebro humano desde el principio de los tiempos tiene dos posibles respuestas ante el peligro: pelear o correr (en inglés suena más bonito: fight or flight) y que esto que estamos viviendo, un virus asesino global, nos impide hacer cualquiera de esas cosas para las que estamos condicionados. 

Atascados en nuestras casas, imposibilitados de combatir al peligro o huir de él, nuestro viejo cerebro se desbarata de impotencia. Como un fallo en el sistema, error 404 not found, la máquina que somos no sabe cómo seguir funcionando con normalidad. 

Estamos congelados sin posibilidad de oprimir el botón de reiniciar. 

Entonces quizás la cocina, esa práctica tan antigua como nosotros mismos, da la tranquilidad a nuestro yo primitivo de que esa masa que mete al horno saldrá convertida en un budín, un flan, un pie, una torta, un pan. 

Algo que dé consuelo a los tristes homínidos. 

Y eso, el placer de la transformación de la cocina, es lo único que logra endulzar este tiempo tan amargo.

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