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Una Habitación Propia

Ratas, ratones y rotarios

Maria Fernanda Ampuero

María Fernanda Ampuero, es una escritora y cronista guayaquileña, ha publicado los libros ‘Lo que aprendí en la peluquería’, ‘Permiso de residencia’ y ‘Pelea de gallos’.

Actualizada:

18 mar 2021 - 19:00

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Hay que ser muy caca, muy caca y muy privilegiado para no verlo. 

Para no ver que hacer una fiesta samborondeña para burlar la ley y burlarse de todos tus compatriotas está feo. 

Muy feo. 

Increíblemente feo. 

Espantoso. 

Hay que haber vivido en una burbuja de impunidad de paredes gruesas e infranqueable por cualquier constitución o norma para pensar que eso, vacunarse aprovechándose del privilegio de ser rico, de pertenecer al club correcto, era algo digno de grabarse y subirse a Internet. 

Una vacunación ilegal e inmoral a plena luz del día. 

Una vacunación que se volvió viral. 

Una cabronada sin repercusiones. 

Hay que pertenecer a ese grupo de guayaquileños que siempre dan tanto asco, the few, los pocos, para mover el cuerpo al ritmo de Close to you de Carpenters sabiendo que esa vacuna que te acaban de poner no se la pusieron, ni, seguramente, se la pondrán, al señor que está parqueando carros afuera del SRI ni a la señora que cosecha las papas en Cotopaxi. 

Una vacunación según el Pantone de la piel, según el tamaño de la billetera. 

Que esa vacuna se pagó con los impuestos de todos, señor, que no es suya, que no se la merece solo por tener uno de esos apellidos o llevar guayabera de lino y mocasines italianos.

Seguro se me reiría en la cara. 

El "tú no sabes quién soy yo" aplicado al virus. 

El "tú no sabes quién soy yo" aplicado a los miles de pendejos que están -estamos- esperando que la página para inscribirse funcione, que no se caiga, que no dé error. 

Y esos los que tenemos acceso a una computadora, a la página, a Internet. 

Imagínense lo que pasa en los campos, en las playas, en la selva, en las zonas remotas. 

Hay que ser, decía, muy ciego de pretendida superioridad para no taparte la cara de vergüenza, para no esconderte de la cámara que va grabando la fiestita montada alrededor de un acto de corrupción innombrable. 

Hay que ser también otra cosa que no escribo para que no digan que soy obscena.  

Por ahí la piscina, por acá el saxofonista (¿lo habrán vacunado?), por allá los corrillos de esos señores guayaquileños que conocemos perfectamente, que casi imaginamos hablar, esos que te dicen 'mijita' y piensan que estás por ahí para llevarles café o cerveza. 

La cúpula de la cúpula de las cúpulas de ese retorcido país. 

Esos ya se vacunaron. 

Y tu mamá y tu papá no. 

Yo no sé cómo no estamos gritando más. 

Tal vez porque la impunidad ha dormido, cabeza con cabeza, con nosotros y nosotras desde que tenemos uso de razón.

Tal vez porque lo fatal de ser ecuatorianos es que sabíamos, sospechábamos que esto iba a pasar y que nuestros pataleos no iban -no van- a servir de nada. 

Tal vez porque vivimos en una película de Sebastián Cordero. 

Porque el país es de ellos y no nuestro. Porque nuestras vidas son prescindibles y las de ellos necesarias. Porque sin palanca aquí nada se mueve. Porque somos un país de mierda habitado por gente de mierda que se cree superior. 

Porque la vida es una cosa que vale en la medida en la que vale tu patrimonio. 

Y eso, compatriotas, nos convierte en esa banana republic de la que se burlan en el extranjero, esa en la que un grupo de corruptos bailan jazz y beben vino mientras el resto del país recoge a sus muertos con carretillas.   

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