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De la Vida Real

El reencuentro en vacaciones

Valentina Febres Cordero

Es periodista y comunicadora. Durante más de 10 años se ha dedicado a ser esposa y mamá a tiempo completo, experiencia de donde toma el material para sus historias. Dirige Ediciones El Nido. 

Actualizada:

06 sep 2020 - 19:00

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Le mandé un mensaje y le dije que iría a la playa unos días. Ella me contestó que me esperaba con corviches de camarón o, si prefería, de pescado. Mixtos, le respondí. 

La última vez que la vi fue hace unos siete años, en el velorio de su hijo de un año. Llegamos al cementerio con mi esposo y mi hijo, de tres años. La abracé. Me dijo que se había muerto ahogado en el estero de Tonchigüe.

“Mi cuñado lo encontró, pero no pudo hacer nada”, me dijo mientras se secaba las lágrimas con su camiseta. Desde ese día, no la he vuelto a ver, pero no hemos dejado de estar en contacto por WhatsApp.

Todas mis vacaciones en la playa las pasábamos juntas. Su mamá, María, trabajaba en la casa de mis abuelos cada vez que veníamos a la playa, y claro, le traía a su hija Catalina, que tenía mi misma edad. Uno de nuestros juegos era ir a pescar. Jamás logramos sacar ni una almeja, pero en el proceso estaba la magia.

Ella venía en una canoa a remos y nos íbamos mar adentro, según nosotras, a las aguas profundas del océano Pacífico, pero ¡qué va! Creo que de la orilla no pasábamos. 

Botábamos la red y nos quedamos horas de horas en el mar. Yo sacaba de una mochila vieja puras golosinas, y ella de una funda sacaba puro potaje. No me acuerdo el nombre del plato, pero era arroz, pescado con maní, coco y dos patacones. Todo esto envuelto en una hoja de plátano, a veces en vez de patacones eran maduros cocinados.

También llevaba corviches y empanadas de verde. Yo sacaba papas fritas de funda, chupetes, chocolates derretidos por el sol. Era el complemento ideal. No sé quién de las dos ponía la fruta, que nunca faltaba.

Me embadurnaba de bloqueador. Ser tan blanca ha sido mi mayor tormento, porque terminaba absolutamente roja y llena de ampollas. La Cata me veía y me decía que su piel estaba curtida por el sol, y mi envida florecía.

No me acuerdo cuánto tiempo pasábamos en el mar. Ella calculaba siempre. “Valen, ya debemos regresar”. Le prestaba uno de mis ternos de baño, y nos quedamos hasta el atardecer en la piscina. Al día siguiente, nuestro plan era hacer cocada. Mi abuelo me compraba los ingredientes, y ella traía el coco.

Prendíamos una fogata y en una olla vieja nos poníamos a cocinar. La Cata me decía: “Valen, ahora tira la canela”. Y así pasábamos otro día de vacaciones. “Mira, para que la canela saque el sabor, debes dejarle cocinar desde el principio”.

Y me confesó que tenía miedo de que cuando fuera grande me olvidara de ella. Creo que teníamos unos once años. En mis planes no estaba tener novio. Hasta que en unas vacaciones ella no vino más, pero no me importó tanto, porque ya tenía novio y algunos amigos cerca con quien pasar.

Estaba en plena adolescencia, y ella igual. Su mamá me contó que ya no viene, porque está con su enamorado por ahí. “Ojalá no me la preñen”, me dijo, y yo no entendí a qué se refería.

Habré tenido unos 20 años cuando vine de vacaciones y la encontré en la playa. Yo estaba con unos amigos y con nuevo novio. Ella caminaba sola. Me dio una alegría gigante volverla a ver. Me lancé a darle un beso y un abrazo, pero ella se cortó, se portó distante y nada amigable. Me quedé con nostalgia.

Le pedí a su mamá que le dijera que venga, que quiero hablar con ella. Un día antes de regresarme a Quito, me vino a ver con cocadas, corviches y empanadas. Saqué chupetes, chocolates y papas. Le presté un terno de baño, nos metimos al mar, nos reímos mucho, comimos como siempre.

Buscamos piedras y conchas en la arena. Nos despedimos con beso y abrazo. “Cata, el próximo año vuelvo, y vamos a pescar, porfa”, le dije. Nunca más le volví a ver. Su mamá le había mandado a trabajar a Quito. 

Pasaron 12 años. En unas vacaciones con mi marido y mi hijo, fuimos a caminar por la playa, cruzamos cerca del cementerio y los vi de lejos a ella y a toda su familia. Entré preocupada y salí destrozada.

Intercambiamos nuestros números de teléfono. Siete años más tarde, nos volvemos a ver. Ella con sus hijos, y yo con los míos. Nos metimos al mar y a la piscina. Ella sacó pusandao, y yo chupetes.

Los niños no dejaron de jugar, y nosotras no paramos de conversar y de planear cómo dejar a los hijos con alguien para ir a pescar. 

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