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Tablilla de cera

La corteza prefrontal y Daniel Noboa

Gonzalo Ortiz

Escritor, periodista y editor; académico de la Lengua y de la Historia; politico y profesor universitario. Fue vicealcalde de Quito y embajador en Colombia.

Actualizada:

28 ago 2025 - 05:55

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La ciencia del comportamiento humano avanzó mucho en el siglo XXI y ahora tiene claro cómo reaccionamos ante una amenaza. Nuestro sistema nervioso tiene listas dos respuestas: “huir” o “pelear”. Cuando, por cualquier razón, sentimos un peligro cercano, nuestro corazón palpita con más fuerza, nos sudan las palmas de las manos y la vista se enfoca en un área mucho más estrecha.

En estas situaciones, el sistema nervioso suprime la función de la corteza prefrontal −la parte del cerebro responsable de tomar decisiones razonadas y del raciocinio− mientras el cuerpo se prepara para responder a la amenaza, de las dos formas indicadas.

Y no es sino hasta que la respuesta a la amenaza disminuye que podemos pensar más claramente con nuestra corteza prefrontal.

Los psicólogos y expertos en comportamiento (leí recientemente un artículo de la Dra. Nancy L. Weaver, profesora de la Universidad de Saint Louis) nos dicen que esto sucede sobre todo con los niños. Al contrario de los adultos que, por lo general, han aprendido a regular los estados de su sistema nervioso, los niños tienen un sistema nervioso inmaduro y una corteza prefrontal en desarrollo.

Por eso es que un niño puede golpear con un camión de juguete a su amiguito porque todavía no es capaz de manejar los sentimientos de miedo que le produce ver que el otro pequeño parece que intenta dejarlo solo para ir a jugar con otro.

Como dice la Dra. Weaver, puede que el niño sí barrunte que aquello es malo, pero frente a lo que percibe como amenaza, su cerebro de supervivencia enciende su respuesta “pelear”, mientras el razonamiento en su corteza prefrontal se apaga y se demora un rato para regresar a estar“on line”.

Como los niños pequeños no son capaces de verbalizar lo que sienten, sus padres y sus educadores, en especial en los años iniciales de la infancia, tienen que interpretar esas necesidades observando su comportamiento.

Un niño pequeño es capaz de regresar a un estado de calma y procesar cualquier enseñanza cuando conecta con un adulto calmado –básicamente sincronizando los sistemas nerviosos de ambos−.

Lo contrario, un padre molesto o enojado, es peligroso y no soluciona nada. Por eso es que vemos con tanta frecuencia esos emperros épicos, por ejemplo en un supermecado, cuando el niño se abalanza sobre los dulces y el papá o la mamá le agarran y le retiran por la fuerza.

Porque los esfuerzos de cambiar el comportamiento de un niño en el momento del estrés, incluidos los castigos o la privación de juguetes o salidas, son otras tantas oportunidades perdidas de cultivar las herramientas para regular y controlar las emociones, y, si se prolongan, probablemente obtengan el efecto contrario: multiplicar el estrés y causar traumas.

¿A qué viene toda esta lección de psicología de alguien que no es psicólogo ni educador de niños? A que al leer el artículo pensaba en nuestros políticos y su forma de reaccionar. Sobre todo en el presidente Daniel Noboa que, me parece, reacciona como niño emperrado sin procesar de manera madura y ponderada los contratiempos que tiene la vida política (y la vida, en general, aunque ese es un tema en el que no me quiero meter).

Me dirán ustedes si no es una reacción primaria, del tipo “pelea”, la que tuvo Noboa cuando la Corte Constitucional admitió a trámite las demandas de inconstitucionalidad contra las leyes que aprobó tan ligeramente la Asamblea Nacional.

Sin parar mientes en que en las democracias existen sistemas de larga data para juzgar el apego de las normas del Ejecutivo y las leyes del Legislativo a las carta constitucional de cada país, Noboa enseguida sintió una amenaza a su proyecto y se lanzó de una manera del todo desproporcionada en contra del organismo y sus integrantes.

Y eso que la CC tan solo estaba aceptando considerar los argumentos, ni siquiera los había oído y mucho menos había juzgado el fondo de cada uno de los artículos impugnados.

La reacción fue primaria, sin dejar que interviniera la corteza prefrontal, sin respirar un par de veces, sin dejar que regresara a estar “on line” ante la decision percibida como amenaza.

De lo más curioso fueron las expresiones respecto de que los jueces de la CC no querían dar la cara, que no querían mostrar su rostro, como que estuvieran escondiéndose. Y ya no fue curioso sino preocupante el despropósito de exhibir esos rostros con sus nombres en vallas gigantes, cual criminales con orden de búsqueda.

Es que las declaraciones amenazantes tras la reacción primaria se tradujeron en acciones, estas ya muy pensadas, como la manifestación al puro estilo correísta, con los ministros de negro y chalecos antibalas, con huestes traídas de provincias en centenares de buses, la mayoría de cuyos integrantes ignoraban el objetivo de su marcha, aunque no que recibirían sánduches, colas y una remuneración económica, a cambio de caminar por las calles de esta ciudad desconocida y cargar unas pancartas.

Si no los había perdido antes con sus acciones de tinte autoritario, con esta acción primaria, primitiva casi, Noboa perdió a los demócratas ecuatorianos y a los observadores internacionales del estado de derecho.

Puede que a Noboa no le importe, sobre todo si el camino que se ha trazado es el de volverse un segundo Correa, un Febres Cordero redivivo (los dos también se enfrentaron a las cortes, dictaron sendas leyes para atropellar los derechos civiles y para aherrojar a las fundaciones).

Podrá con ello aferrarse a un estilo autoritario. Pero si no tiene el apoyo de todos, tampoco podrá enfrentar los inmensos desafíos que como gobernante tiene por delante.

Un dictador puede hacer algunas cosas, pero no resolver los problemas de fondo de un país. Su objetivo no es “luchar” o “huir” sino hacer que trabaje su corteza prefrontal y ejercer el poder con raciocinio, considerando los imperativos y límites que tiene una democracia.

Además, solo con el respeto a las normas democráticas, entre las que están la división de poderes y el control de constitucionalidad, un gobernante demuestra ser un estadista, y no un personaje encaprichado con el poder, sus prebendas y sus ganancias.

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