Así en el amor como en la cocina (o en la política)

El otro día tuve una conversación que pasó de ser sobre sartenes a ser sobre relaciones humanas, de pareja, para ser más específica; y que a la luz de los últimos acontecimientos de la cochambre nacional, bien podría servir para un manual de política. En resumen: ante la evidencia de que el sartén que estábamos usando ya no servía, mi interlocutor sostenía que debíamos comprar el reemplazo antes de botar el inservible; yo, en la orilla opuesta, quería ponerlo en el basurero ese mismo instante.

Para argumentar su razonamiento me dijo: es como con los novios, uno espera a haber encontrado a una nueva persona para terminar con la que ya no quiere estar. Refuté a la velocidad de la luz: nada que ver, si ya no quieres estar con una persona la dejas ipso facto y listo, a otra cosa; a buscar sartén, novia/o para reemplazarla.

En su argumento pesaba más el pragmatismo de no quedarse sin pan ni pedazo, de asegurarse de no caer en el desamparo; en el mío, que el hecho de quedarse con el sartén o la pareja vieja, no da ningún incentivo para buscar el reemplazo. Mi forma de pensar —que no quiere decir que siempre la ponga en práctica— es que no importa el desamparo (doméstico o emocional) si es que ese sartén o esa novia/o ya no tienen lugar en la vida de uno; por la razón que fuera: cambio de condiciones u opinión, desgaste natural, defecto de fábrica… ponga ustedes aquí sus razones.

Por pereza o por practicidad cedí a la propuesta de no botar el sartén mientras no hayamos comprado el reemplazo. Dos noches después volvimos a usar el sartén que no sirve —o que sirve mal, a medias, cuando le da la gana—. Esta vez, nada se pegó y ante la evidencia de la falta de contratiempo el mismo interlocutor volvió a la carga: ves, si lo hubiéramos botado no hubiéramos podido hacer esto hoy. No tuve más que aceptar la contundencia de los hechos, y responder con mi sonrisa de Monalisa.

Pero mientras lavaba los platos volví a pensar en el símil de las parejas y los sartenes. Y me angustiaba imaginar cuántos miles (¿millones?) de personas se quedan con la pareja que no va más (por la razón que sea) usando el razonamiento de no desembarcarse de una situación hasta no tener boleto asegurado en otro tren. Me cuesta conformarme con la idea —trato de no juzgar a los que lo hacen— y me entra sensación de asfixia; una hipocondría existencial por algo que ni remotamente me está pasando.

Este —me doy cuenta— es un tema ideológico. Mi único impulso en esas circunstancias sería botarme al vuelo, a riesgo de romperme la crisma. Sí, a lo bruto, irracionalmente, con lo cual ya me quedaría sin pareja por tiempo indeterminado (o sin sartén para preparar las cenas, que por lo general son también el almuerzo que al día siguiente empaco en mi lonchera; esto sería gravísimo).

Disculpen los símiles perezosos que pretenden ocupar el sitio de una verdadera educación sentimental. Lo que importa, el problema real, es que como no he tenido incentivo continuamos alegres y risueños con el envenenamiento en microdosis por químicos indeterminados, porque seguimos usando la sartén de la discordia —unos días funciona peor que otros.

Y, bueno, todo este larguísimo circunloquio para constatar que tanto Marcela Holguín como los otros recién camiseteados de la Asamblea Nacional son de la misma opinión de mi interlocutor: no se desampararon de su antiguo líder (claramente ya rayado e inservible) hasta encontrar un nuevo amo. Que dios los agarre confesados (porque me parece que ambos jefes son de la misma marca, o sea que comparten defecto de fábrica).