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Punto de fuga

Aceitunos y chiros: nuestra abominable relación simbiótica

Ivonne Guzmán

Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.

Actualizada:

16 nov 2024 - 05:55

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Nos (me) faltan ojos, oídos, vida… para estar al día con la cochambre nacional. De un minuto a otro, nuestra atención es requerida por un nuevo escándalo, un horror recién salido del horno. Estas dos últimas semanas han sido pródigas en sinrazón y espanto. Pero de toda esta coyuntura artera y macabra, deberíamos fijar la mirada en la más reciente masacre carcelaria, porque ahí se recrean, si no todos, la mayor parte de los vicios que nos tienen —disculpen la chabacanería— en la inmunda.

En las cárceles se evidencia de la forma más literal la relación simbiótica que existe entre Estado y crimen organizado. En uno de los capítulos de su libro ‘¿De la paz a la guerra? Evolución del crimen organizado en Ecuador’, el general Luis Altamirano desmenuza dolorosamente esa convivencia codo a codo que se da en los recintos penitenciarios entre los representantes del Estado y los miembros de los grupos criminales. Indistinguibles los unos de los otros.

Retratada en toda su desnudez, esta simbiosis en la que no se sabe quién lleva las riendas, si los delincuentes o los funcionarios estatales —que la mayor parte del tiempo traslapan responsabilidades y jerarquías— sirve como analogía de nuestra vida como país. ¿Quién manda? ¿A qué lógicas obedece nuestra convivencia colectiva? Nadie sabe; a veces nos rigen los intereses de la delincuencia de cuello blanco, y otras veces, los de la delincuencia pedestre, esa que es delincuencia a secas.

El presunto detonante de la masacre de esta semana estaría relacionado con el servicio de alimentación, que se ofrece en las peores condiciones posibles, según las denuncias de familiares de las personas detenidas en la Penitenciaría del Litoral (y que, seguramente, aplica a todos los reclusorios del país). En ese espacio, como ya en casi cada rincón del Ecuador, mandan la extorsión, la injusticia, la violencia, el desacato y la anarquía.

El general Altamirano recoge en su muy bien documentado libro —que aborda la penetración del crimen organizado desde varias aristas— la realidad espeluznante que viven quienes están privados de su libertad en este país. La pirámide social carcelaria que muestra su investigación es cruel y es posible gracias a la podredumbre que permea no solo las cárceles sino la sociedad entera. O el 99.9%. Si no fuera así, ahora mismo no estaríamos padeciendo (en forma de cortes de energía eléctrica, en su más reciente manifestación) las consecuencias de latrocinios y conductas corruptas y criminales de todo tipo, que son las que la mayoría sigue a pie juntillas cuando tiene la oportunidad.

A lo que iba: la pirámide social carcelaria descrita en ‘¿De la paz a la guerra?...’. En la cúspide, al mando, están los aceitunos o porcelanas, que son los capos, los bien relacionados, los que tienen poder y disponen de las vidas de los demás, al tiempo que gozan de todo tipo de privilegios; son poquísimos. Bajo su mando está la fuerza de choque conformada por los combos, que son quienes a través de la extorsión o la violencia física hacen que los deseos de los aceitunos se cumplan; a su cargo está, entre otras tareas, la distribución de los ranchos, como se le suele llamar a la comida en las cárceles.

Los combos, cuenta el general Altamirano en el libro, “son quienes operan las armas ingresadas de forma clandestina, se encargan de su custodia y ocultamiento. De igual forma, son responsables del inventario y cuidado de todos los objetos prohibidos que ingresan: celulares, licores, drogas, equipos electrónicos, etc. Una de sus responsabilidades es el contacto con los guías penitenciarios, a fin de obtener los favores o la compra del silencio, que permiten perpetuar el dominio criminal en cada pabellón”.

En una posición inferior, de textura casi fantasmal, está un porcentaje mínimo —y afortunado— de la población carcelaria: los zanahorias, gente que por lo general no pertenece a ningún grupo delincuencial organizado y que trata de pasar desapercibida, aunque sufre igualmente extorsión y maltratos. Intentan sobrevivir mientras se ocupan en exclusiva en las actividades educativas o religiosas que, mal que mal, les ofrece ese sistema roto que conocemos como SNAI.

Y en la base están los más desafortunados e infelices de los desposeídos, que son la mayoría. En la jerga carcelaria se los llama polillas o chiros. El Estado, que está a su cargo, no puede garantizarles ni la más mínima dignidad humana. A los chiros, los combos y los aceitunos los vejan de todas las formas posibles. Como relata el libro: “Muchos de ellos son consumidores habituales de droga, no disponen de ropa o zapatos, ni dinero alguno para adquirir implementos de aseo o cuidado personal. Esto les conduce a cumplir todo tipo de servicio, entre otros, la limpieza de espacios comunes o las celdas de otras PPL, lavandería, mensajería interna, servicios sexuales, vigilancia de espacios y accesos. Son violentos por naturaleza, más aún cuando por efectos del síndrome de abstinencia —por la falta de droga— se ven obligados a participar en golpizas, amedrentamientos o hasta asesinatos”. Los nombres de los chiros suelen engrosar las listas de las morgues después de cada masacre.

Sin necesidad de pensar mucho, fácilmente podríamos hacer las equivalencias e identificar a nuestros aceitunos y porcelanas a escala nacional; y a sus tan necesarios combos, sin cuyas mañas, violencia y servilismo no durarían ni una semana en sus palacetes de urbanizaciones elegantes y oficinas con aire acondicionado. Bastará también con ponernos un espejo delante para reconocernos en nuestra calidad de zanahorias o chiros, y ojalá tengamos el valor de preguntarnos hasta cuándo vamos a seguir aguantando palo. ¿Por qué no somos capaces de salir de esta abominable relación simbiótica?

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