Punto de fuga
En manos de quién…

Periodista desde 1994, especializada en ciudad, cultura y arte. Columnista de opinión desde 2007. Tiene una maestría en Historia por la Universidad Andina Simón Bolívar. Autora y editora de libros.
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Toda sociedad necesita delegar el uso de la violencia física legítima en una institución que garantice su protección y seguridad. Lo contrario sería resignarse a vivir en la anarquía y someterse a la ley del más fuerte, que por lo general suele ser el más malo. En teoría suena excelente, lógico, apoyar el monopolio de la violencia por parte del Estado. Pero qué pasa cuando en la práctica a quienes les hemos otorgado ese monopolio empiezan a ser los que nos desaparecen, o nos matan, o nos extorsionan, o nos agreden de distintas maneras.
Esta semana, dos noticias absolutamente indignantes y deprimentes nos recuerdan que en la práctica la teoría no vale nada en materia de protección y seguridad. La primera noticia, la más atroz, es la que da cuenta del testimonio de cuatro de los 16 militares que participaron en el operativo luego del cual los cuatro menores de Las Malvinas fueron asesinados, aún no se sabe por quién. Aunque sí por qué: por una falta total de humanidad de parte de los asesinos.
Hay una cultura de la violencia gratuita y la humillación que estamos comprobando que no se ha podido desterrar de los cuerpos armados que forman parte del Estado. A ese ideario maltratador y abusivo que en principio parece que se practica solo internamente, al poco tiempo de graduados los nuevos policías y militares lo trasladan a las calles, donde lo ejercen con igual o mayor sadismo, pues quienes tienen que sufrirlo, por lo general, no están armados ni tienen derecho legal de ejercer la violencia.
¿Quiere eso decir que no debemos tener Policía o Ejército? No, y no estoy ni de lejos proponiendo eso. Tampoco estoy sugiriendo que el uso legítimo y proporcional de la violencia no se deba ejercer contra quienes delinquen, matan, aterrorizan, extorsionan, violan, trafican, roban, etc. Lo que me estoy preguntando es cómo hacemos para convivir con instituciones que necesitamos desesperadamente para ser una sociedad funcional, si es que esas mismas instituciones violentan sus códigos de ética y su razón de ser y, al hacerlo, dañan a la sociedad que deben y dicen proteger.
Es cierto también que no son todos los integrantes de la Policía y el Ejército quienes se comportan de esta manera cruel y desadaptada, propia de los criminales, pero, lastimosamente, son muchos, demasiados, los involucrados en irregularidades y crímenes de todo tipo. Para muestra está la segunda noticia escalofriante de esta semana: los cinco policías que estaban extorsionando a un pobre conductor en Guayaquil.
El componente deprimente de estas dos noticias está en que como sociedad no hemos aprendido nada y, al parecer, tampoco podemos hacer nada porque el espíritu de cuerpo y la ineptitud del sistema permiten que la impunidad reine en este tipo de casos.
Impotentes, vemos cómo luego de 36 años de una de las historias de violencia estatal más traumáticas de la historia del Ecuador, la desaparición y asesinato de los hermanos Restrepo, es perfectamente posible que un hecho así vuelva a suceder. Y los protagonistas y la trama son, de alguna manera, los mismos: efectivos armados estatales que abusan de su poder de formas inimaginables para destruir vidas aún en crecimiento, vulnerables e indefensas. Igual de impotentes, nos damos cuenta de que además de a los extorsionadores de la calle también tenemos que temer a los extorsionadores de uniforme.
¿En manos de quién está nuestra seguridad, nuestro bienestar físico y mental, y el cuidado de nuestras pocas o muchas posesiones? Tengo una posible respuesta, que prefiero no compartir aquí porque es visceral, pero que es tan triste como aterradora.