Lo invisible de las ciudades
Ya no existe debate político: hay espíritu de cuerpo o berrinche

Arquitecto, urbanista y escritor. Profesor e Investigador del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la USFQ. Escribe en varios medios de comunicación sobre asuntos urbanos. Ha publicado también como novelista.
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He tratado por todos los medios posibles de desconectarme de los acontecimientos recientes en nuestro país, quizá de manera irresponsable. En mi defensa, diré que lo he hecho para evitar caer en la ansiedad y el fanatismo que veo germinar en los familiares y amigos a mi alrededor. Tengo una postura al respecto, pero me parece inútil compartirla. En lugar de ello, creo más conveniente compartir las razones por las cuales considero que es algo estéril poner nuestras opiniones sobre la mesa.
La opinión política ha dejado de ser un medio para el debate. El debate -simplemente- murió. Actualmente, la opinión política solo sirve para reforzar el espíritu de cuerpo, para cohesionar a la tribu política. Cuando alguien habla de política en estos días, lo hace casi siempre con personas que ya comparten su visión del mundo. La tertulia política sirve entonces para reforzar los vínculos existentes entre un grupo de personas. La discusión entre individuos de pensamiento diferente solo sirve para levantar muros de rechazo entre ellos, o para unificar más a las barras que apoyan a uno de los debatientes. Por ello, las discusiones políticas contemporáneas comienzan con bases y argumentos, pero terminan con berrinches adolescentes similares a “ese man es feo”, “me cae mal porque es rico” o “es que trabajó con Correa”.
La realidad pasó a un segundo plano, y con ella, la moral. Mi padre hablaba siempre sobre la existencia de dos campos de acción de la política: uno era el ideológico, el que abarca la visión del “deber ser”, tanto del individuo, como del estado y la sociedad. El otro campo, era el maquiavélico, el que -tal como dice su nombre- profesaba Nicolo Machiavelli; más en su “Arte de la Guerra”, que en su famoso “El Príncipe”. Está es la política que establece objetivos y hace todo por alcanzarlos, la que planifica y que rompe las reglas del juego, con tal de alcanzarlos. Curiosamente, esto ha degenerado en que cuestionamos estas estrategias cuando somos oposición, pero las aplaudimos cuando somos parte del bando que está en el poder. La política contemporánea tiene más que ver con un Clásico del Astillero, que con lo escrito por Voltaire o Montesquieu. Quizá la gran culpable de ello fuera las sobreexposición que tuvimos de niños, a las caricaturas que clasificaban a todos entre “buenos” y “malos”.
Personalmente, creo que estamos en una tercera rama de la acción política. Luego de las ramas ideológica y maquiavélica, ha aparecido la rama pabloviana de la política. El ejercicio de la democracia se ha reducido a la cosecha de votos, en una masa votante que solo reacciona a pensamientos preestablecidos y mascados, insertados en sus cabecitas a través de la enorme diversidad de medios existentes. El voto a favor es la cosecha deseada, al lograr la germinación de dichas ideas. El voto es reaccionario ahora; no se lo piensa. Lo inspiran sentimientos vinculados al temor. La caricatura de la democracia que vivimos ahora va más allá de “mi líder es más bacán que el tuyo”; y juega bajo la premisa de “tu líder asusta más que el mío”.
¿Podremos romper esta tara? Ojalá. Lamentablemente, veo que esto no se limita a nuestro país. Esto es algo que se da a escala mundial. Eso implica que se debe a factores de contexto que compartimos con el mundo. Sin embargo, intuyo vagamente, que las democracias parlamentarias han logrado frenar en algo este mal. ¿Por qué? Seguramente tiene algo que ver el hecho que no dependen del culto a la personalidad. Ellas se sustentan más en agrupaciones y posturas que en individuos.