Lo invisible de las ciudades
Thanos tenía razón: Mirando críticamente la situación ambiental

Arquitecto, urbanista y escritor. Profesor e Investigador del Colegio de Arquitectura y Diseño Interior de la USFQ. Escribe en varios medios de comunicación sobre asuntos urbanos. Ha publicado también como novelista.
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La semana pasada estuve en Vancouver; representando a la USFQ en la conferencia anual de ciudades y paisajes sostenibles, en la Assoaciation of Pacific Rim Universities (APRU). El espectro de investigaciones presentadas fue diverso e interesante. Los temas iban desde el uso de la inteligencia artificial en la planificación urbana, hasta el impacto ecológico y moral que tienen las infraestructuras que sostienen nuestra vida en las ciudades.
Pero, como siempre en este tipo de eventos, los temas que se tratan de manera más profunda y menos diplomática ocurren al final de las conferencias, en un bar, con unas cervezas sobre la mesa.
De pronto, tocamos el tema de la problemática ambiental. Comenzamos desenmascarando la naturaleza humana. Lo dijimos bien claro: como especie, somos una especie eficientemente dañina; al punto que no podemos desaparecer el daño que le hacemos al entorno, solo reducirlo. Al final, todo nuestro impacto no se debe a que usemos materiales contaminantes.
Nuestro nivel de consumo es el que afecta nuestro ambiente. Eso quiere decir, que nuestro problema es estrictamente numérico: somos muchos, consumiendo al mismo tiempo. Sin importar qué consumamos, causamos un perjuicio. Si los humanos nos dedicáramos solamente a consumir hojas, seríamos peores que las plagas de langostas que se mencionan en la Biblia. El estilo de vida actual que sostenemos en Occidente podría no ser tan perjudicial para el planeta, si fuéramos menos de la mitad de humanos sobre su superficie.
Si el problema ambiental se resume a la cantidad de humanos sobre la Tierra, calificamos perfectamente como una plaga.
En el desgastado y empalagoso universo Marvel, Thanos quiere acabar con la mitad de los habitantes del universo, para asegurar la disponibilidad de recursos. Parece que aquel personaje no estaba tan equivocado. Podemos oponernos tajantemente a su forma de solucionar el problema; pero su diagnóstico es acertado.
En la realidad, nuestras sociedades ni siquiera se atreven a ver a la sobrepoblación como un problema. Se le da un valor moral al tener más hijos; en ocasiones, se lo entiende como un deber ante la divinidad. Hablar de controlar la población o la fecundación es satanizado en varios estratos sociales. Estamos más interesados en ignorar el problema, que en resolverlo; y eso solo empeora las condiciones en las que vivimos.
Sin embargo, llama la atención, cómo empiezan a gobernarnos personajes cuestionadores de los medios que han mejorado la salud humana en los últimos siglos. También reaparecen predicadores de la guerra. Como si entre los gobernantes del mundo rigiera un malthusianismo oculto que, al no poder reducir la población usando métodos inmediatos pero inmorales, buscan generar escenarios donde las muertes se den por plagas y guerras.
A eso, agreguémosle el ascenso de la línea extremista del cristianismo al poder, que anhela la llegada del “fin del mundo” para que con él regrese su salvador al mundo.
¿Cómo queda con todo esto la cultura vigente de cuidar el planeta a través el reciclaje y el consumo de productos más amigables con el entorno? Como lo que es: un placebo.
Lo más frustrante de todo esto es que, en estos tiempos de incertidumbre, no hay mucho que podamos hacer para mejorar el escenario. Quizás liberarnos de vendaje cultural que no nos permite ver la realidad, y que nos hace creer que estamos salvando a la naturaleza con nuestras acciones. La Tierra no necesita que la salvemos. Ella y la vida sobre su superficie seguirán sin importar cuán dañinos seamos como plaga. Los que corremos el riesgo de desaparecer somos nosotros; y no hay asteroide a quien culpar de ello. Nuestro peor enemigo somos nosotros.