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Esto no es político

La comparecencia de Daniel Salcedo: un espectáculo que banaliza al crimen

María Sol Borja

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.

Actualizada:

23 jul 2025 - 05:50

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La democracia ecuatoriana está siendo desfigurada frente a nuestros ojos y la comparecencia de Daniel Salcedo en la Asamblea Nacional es prueba de ello. No es solo un espectáculo circense, es una herida profunda a la institucionalidad y a los principios más elementales de un Estado de derecho.

Salcedo no es un denunciante ni un ciudadano perseguido por sus ideas. Es una persona que suma 38 años de cárcel en sentencias por delitos graves.

Entre ellos, peculado por la venta con sobreprecio de fundas para cadáveres en plena pandemia; lavado de activos y delincuencia organizada, por colaborar con el narcotraficante Leandro Norero en la red de corrupción judicial del caso Metástasis.

En 2025, Salcedo fue condenado a cuatro años de prisión por fraude procesal, tras intentar huir del país, en plena pandemia, en una avioneta y con documentos falsos.

Además, tiene dos condenas por uso e ingreso de celulares en prisión, y es investigado como posible autor intelectual del asesinato de Fernando Villavicencio.

Lejos de tratarlo como lo que es, la Asamblea le ofreció micrófonos, cámaras, y la plataforma institucional más alta del país para proyectarse como actor político.

Si bien se puede entender que una persona que ha cometido delitos puede, eventualmente, tener información que permita derribar las estructuras criminales, de ser el caso, debería ventilarse ante la justicia, no en la Asamblea Nacional.

Peor aún, el compareciente dijo que ni siquiera tenía pruebas de las acusaciones que hizo e incluso tuvo la osadía de decir que hay que cambiar el país.

El problema va más allá del show.

Lo que vimos es un síntoma del desmoronamiento de los límites entre lo legal y lo ilegal, entre lo institucional y lo paródico. La presencia de Salcedo en la Asamblea no fue casual ni inocente. Forma parte de una estrategia de blanqueo político que se alimenta del escándalo, de la lógica del espectáculo, y del desgaste sistemático de las instituciones democráticas.

Al elevar a Salcedo a figura central de un “debate” nacional, los legisladores que promovieron su intervención lo han convertido en una suerte de voz autorizada, minimizando sus crímenes y otorgándole un poder que la justicia ya le había quitado.

Esta comparecencia no fortalece la lucha contra la corrupción: la trivializa. Envía el mensaje de que todo vale, de que no hay consecuencias reales, y de que basta con decir que se tiene información sensible para que los pasillos del poder se abran.

Ahora esperaremos a una fila de personajes ligados a la delincuencia listos para pedir su espacio, su micrófono y sus cámaras para continuar con un show vergonzoso.

Y no es que el sistema judicial ecuatoriano no esté fallando; pero permitir que los delincuentes, en lugar de cumplir su condena en silencio, usen al Estado como plataforma de reposicionamiento, es abrir la puerta a una forma aún más perversa de impunidad: la impunidad mediática y simbólica.

Lo hemos visto ya en otros casos. La antigua relacionista pública de la Corte Provincial del Guayas, pareja e intermediaria de Norero y considerada una pieza clave en la red de sobornos que este tejió, salió libre y en helicóptero, tras purgar una pena de apenas 15 meses de cárcel, como cómplice de delincuencia organizada dentro del caso Metástasis.

Cómo no dudar de un sistema que lejos de condenar a personajes que han sido pieza clave en la destrucción de la institucionalidad, los premia, dándoles espacios que deberían estar reservados a fiscalizar con seriedad lo que pasa en el país.

Esto no se trata solo de lo que Salcedo dijo o dejó de decir. Se trata de que nunca debió estar ahí. Su presencia fue una puesta en escena grotesca que se burla de las víctimas de la corrupción, de los pacientes que murieron esperando atención durante la pandemia mientras un puñado de delincuentes traficaban insumos médicos, de los ciudadanos que aún creen que la justicia puede funcionar en este país.

Sería más valioso para la democracia y el país, por ejemplo, fiscalizar lo que ha ocurrido con ATM y Progen, contratos que habrían generado un perjuicio al estado de más de cien millones de dólares, según la Contraloría.

Eso, al parecer, no entra en la agenda de fiscalización del oficialismo.

La democracia no solo se debilita con golpes de Estado o fraudes electorales. También se erosiona cuando los delincuentes dejan de ser sujetos sancionados para convertirse en protagonistas del debate público. Cuando las instituciones que deberían protegernos del crimen lo sientan en la mesa y lo elevan a actor político.

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