Esto no es político
Sin ninguna vergüenza

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.
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La política ecuatoriana dejó hace rato de ser un escenario de debate para convertirse en un espectáculo de cinismo. El oficialismo actúa como si la vergüenza fuera un lujo innecesario: blindados por su mayoría y el respaldo del Ejecutivo, se permiten actuar con descaro, acomodar las reglas a su conveniencia y adaptar el poder de forma selectiva para beneficio propio.
El ejemplo más reciente es casi una caricatura de este descaro: Valentina Centeno, presidenta de la Comisión de Justicia, anunció que se va del país a estudiar una maestría. El problema es que pretende hacerlo sin renunciar a su curul. Pedirá una licencia sin sueldo —como si eso redujera lo problemático de su decisión — y dice que, “en los próximos días estará de vuelta en Ecuador sirviéndole a todos los ecuatorianos”.
No solamente hay un intento de acomodar la ley a la medida de sus necesidades, pues el artículo 114 de la Ley de la Función Legislativa prevé una licencia para ausentarse por 30 días y luego agrega: “la licencia que supere los 30 días y hasta los 90 días en un año calendario, será autorizada por el CAL en caso de enfermedad o incapacidad física debidamente comprobados”.
En derecho público, todo lo que no está permitido, está prohibido. Pero cuando hay mayoría y la mayoría controla cada instancia legislativa, el discurso sostiene cualquier cosa.
¿Cómo pretende sortear la ley? ¿Irse un mes, regresar unos días y volver a pedir licencia por otro mes? Y así, ¿durante el año?
Si es así, no solamente que hay una interpretación de la norma a conveniencia, sino que Centeno parece no entender que la esencia del cargo que ocupa requiere una entrega absoluta. Ser legisladora no es un juego ni debería ser un título para engrosar una hoja de vida personal. Al contrario, debería evidenciar un compromiso profundo hacia el país que le está eligiendo para un cargo fundamental.
“Como miles de jóvenes en el Ecuador voy a trabajar y estudiar”, dice, sin un ápice de vergüenza. ¿Sabrá Centeno que justamente las personas con más dificultades para hallar trabajo en Ecuador son los jóvenes?
La tasa de desempleo en personas entre 18 y 29 años alcanzó el 9,2%, en 2024, según el INEC. ¿O que hasta 2022 —los datos más actualizados disponibles— indican que apenas 4 de cada 10 jóvenes logran entrar a la universidad?
Un poco de realidad no le haría mal a la legisladora.
“Es el deber de los asambleístas formarnos”, continúa.
Sí, antes de ocupar la curul, no durante.
La “oportunidad”, palabra que repite varias veces en su intervención, es para ella. No para el país. Quizás debió pensar bien antes de optar por un compromiso como el que aceptó: si no hubiese sido asambleísta, podría estudiar lo que quisiera, donde quisiera. Y no es solo un problema de recursos — que no es solo el sueldo—; el título de legisladora viene también con muchos beneficios, como acceso privilegiado a la información, relaciones políticas nacionales e internacionales, inmunidad, entre otras perlas.
¿Por qué renunciar a eso si le permiten mantenerlo para beneficio propio?
En cualquier democracia medianamente sana, una decisión como esta, avalada por el Parlamento, provocaría un escándalo. Aquí, apenas un murmullo. Quienes lo cuestionan, serán envidiosos, resentidos, enemigos.
Pero no es el único caso en donde la vergüenza parece ausentarse.
El legislador oficialista José Chamba contrató en su despacho a Lindsy Macías, a su ex pareja —o eso asegura él— y madre de su hija. Un conflicto de interés tan evidente que no requiere explicación. Sin embargo, él intentó darla, diciendo que ellos ni están casados ni tienen unión de hecho y que Macías “tiene perfil para ser ministra”.
Chamba también difundió un vergonzoso video en el que aparece Macías, intentando leer algo que parece no entender. Allí dice que está en la fiscalía, entregando una denuncia, por la “difusión no autorizada de mi imagen por parte de distintas páginas y perfiles digitales” que, dice, la “expusieron públicamente sin su consentimiento”.
El video que dura dos minutos y medio causa mucha incomodidad por su forma y por su fondo. Una persona que asume funciones públicas — renunció tras el escándalo— debería saber que está sujeta al escrutinio y que revelar el vínculo que tenía con Chamba no es una exposición que requiera su consentimiento, al contrario, es un ejercicio de información y transparencia perfectamente válido y necesario en democracia.
Pero ella no lo sabe. Ella, con perfil de ministra, denunció presuntas violaciones a la intimidad, exponiendo en el video que ella hace y Chamba difunde, el documento de la denuncia, en el que se incluyen sus datos personales, como nombres completos, número de cédula y correo electrónico. Ni siquiera tomó la precaución de borrarlos.
A Chamba lo blindó el Consejo de la Administración Legislativa (CAL), controlado por el oficialismo, y no admitió a trámite la denuncia presentada por el legislador de la RC, César Palacios, por presunto nepotismo.
Para protegerlo usaron mañas. En un comunicado divulgado este lunes, se indicó que el presidente de la Asamblea solicitó a la Unidad Técnica Legislativa un informe “bajo criterios de imparcialidad, legalidad y objetividad” para saber si procedía o no la admisión de la denuncia.
El informe recomendó no admitir a trámite la denuncia. El documento concluyó que no existía “vínculo jurídico familiar entre Chamba y su exasesora”.
La maña está precisamente en que la resolución no es vinculante y aún así, el CAL oficialista, prefirió proteger a su coideario y archivar la denuncia, sentando una vez más, un precedente nefasto. El CAL debió limitarse a revisar que la denuncia cumpliera los requisitos de forma, el análisis de la infracción le correspondía al Comité de Ética.
Pero a quién le importa. El que tiene el poder en sus manos hace lo que quiera con él. Lo que no piensan cuando el poder los obnubila es que tarde o temprano, ese poder, como el florón, pasa a otras manos. Y esas manos lo usarán en contra de quienes hoy se creen invencibles.
Parte del oficialismo actúa como si la Asamblea fuera su feudo personal. Y lo hace sin ruborizarse. No hay un mínimo de decoro, ni siquiera la necesidad de guardar apariencias. Porque saben que no habrá sanción, que no hay contrapesos reales, que el costo político es casi inexistente pues el escándalo de hoy se tapa con el de mañana.
En un país carcomido por la violencia, estos actos parecen menores.
Y eso es, justamente, lo más alarmante: la falta absoluta de vergüenza. Algunos legisladores ni siquiera sienten la necesidad de cuidar las formas. No disimulan, no esconden, no se esfuerzan en dar explicaciones medianamente serias.
Pero la vergüenza, aunque parezca un valor menor en medio de una crisis de inseguridad y corrupción, es el límite invisible que separa el poder del abuso. Cuando se pierde, lo que queda es un poder obsceno, vulgar y autorreferencial. Un poder que no sirve al país, sino que se sirve de él. Y es ahí donde estamos: gobernados por quienes actúan sin ninguna vergüenza, como si la democracia fuera un botín personal y no una responsabilidad frente a millones de ciudadanos que hoy se sienten huérfanos de representación.