Esto no es político
Ecuador, el país de los ismos

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.
Actualizada:
Ecuador atraviesa otro momento de confrontación nacional. Las calles se llenan de protestas, los micrófonos de opiniones encendidas y las redes sociales de certezas absolutas.
En medio del paro nacional, pareciera que solo existen dos bandos posibles: estás con el Gobierno o con los manifestantes; no puede haber matices en las posturas, llamados a la cordura, posiciones equilibradas.
Se entiende que esta fractura social es bastante más profunda de lo que quisiéramos y que las movilizaciones solamente ponen en evidencia, una vez más, esa fragmentación.
Los calificativos sobran. Y hay para todos. Prensa vendida, si no replicas con exactitud la narrativa de los manifestantes. Prensa militante, si rompes con la verdad oficial; empresarios indolentes, si plantean sus preocupaciones por las pérdidas económicas; empresarios traidores, si dicen que entienden las preocupaciones de quienes se manifiestan; enemigos del pueblo, a quienes no quieren paralizarse, financiados por narcos, a quienes se manifiestan.
Esa lógica binaria puede servir para agitar consignas, pero es completamente inútil para entender la realidad. Y peor aún: es peligrosa.
El país se parte entre etiquetas simplonas que no dejan espacio para los matices. Se acusa a los medios de comunicación de “encubrir” abusos estatales o de “incendiar” las calles con cobertura sesgada, con demasiada ligereza, sin entender siquiera cómo funcionan los procesos al interior de un medio de comunicación.
¿Cómo se puede hacer cobertura de lo que está ocurriendo si cuando algunos periodistas van a ciertas zonas, son agredidos? Algo idéntico ocurrió en 2019 y en 2022: se exigía cobertura de medios masivos pero cuando los periodistas de esos medios llegaban, los agredían. Y muchos aplaudían.
El periodismo, como cualquier institución humana, es diverso. Se le puede pedir autocrítica, por supuesto; que revise sus prácticas, sus enfoques, sus narrativas, sus voces, pero a piedrazos eso no va a ocurrir.
Lo mismo pasa con los manifestantes. Hay una narrativa que pretende ubicarlos como “terroristas”, deslegitimando la protesta social; o, en el otro extremo, considerar a quienes se oponen al gobierno, como “héroes del pueblo”.
Los seres humanos tenemos complejidades y por eso, los procesos sociales, formados por esos seres humanos, también.
¿Cómo podemos vivir en un país en donde un manifestante muere, presuntamente tras un disparo de fusil, y hay gente que celebra esa muerte?
No tenemos que estar de acuerdo entre nosotros pero, ¿estamos tan deshumanizados que somos capaces de celebrar la muerte de otro ser humano?
Una muerte siempre es dolorosa, peor aún en un contexto de movilizaciones. También es doloroso ver cómo un militar patea en el piso a quien intenta ayudar al herido. ¿Eso significa que todos los militares son malvados, indolentes, abusivos?
No.
Que la institución requiere depuración, por supuesto. Que no se puede institucionalizar la violencia y que el estado es responsable por ello, también. Pero incendiar las redes y los discursos pregonando que una muerte se justifica con otra, es aberrante.
En las marchas, en la prensa, en el gobierno, como en el país, conviven realidades distintas e incluso contrapuestas. El peligro de los absolutismos pretende simplificarlas y posiciona, con demasiada ligereza, a cualquiera como enemigo merecedor de los peores males.
Y cuando alguien deja de ser visto como un ciudadano que piensa distinto y pasa a ser nombrado como “vendido”, “terrorista”, “golpista” o “narcopolítico”, entonces se abre la puerta para justificar cualquier cosa en su contra.
La palabra deja de ser solo palabra y se convierte en permiso. Si el otro ya no es un adversario sino un enemigo, ¿qué más da que lo censuren, que lo persigan o incluso que lo violenten? Bajo la lógica del “ismo” —correísmo, anticorreísmo, oficialismo, indigenismo, empresarismo— todo exceso se vuelve legítimo si se comete en nombre del bando correcto.
El país necesita un poco de sosiego. Y ojalá ese ejemplo lo diera el jefe de estado. Ojalá. Lastimosamente la arrogancia del poder no lo permite y al contrario, incendia el conflicto con narrativas acusatorias e incluso actos que podrían sentirse como provocaciones.
No se trata de pensar igual, sino de no perder la capacidad de ver al otro como un ser humano y abrir espacios de reconocimiento mutuo. Si dejamos que los “ismos” definan quién merece respeto y quién no, ya habremos perdido más que un debate: habremos perdido el país.