Esto no es político
Lecciones para periodistas

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.
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Hay gobiernos que censuran de frente. Otros prefieren algo más eficaz —y más perverso—: escarmentar selectivamente para que el resto —periodistas, medios y ciudadanos— entienda el mensaje: quien disiente, quien cuestiona, quien desmiente la versión oficial, quien incomoda o desafía, debe ser silenciado. No hacen falta purgas multitudinarias; basta con ejemplificar.
El hecho más reciente involucra a Enrique Alcívar, reportero veterano, suspicaz e insistente, con casi tres décadas cubriendo política y justicia. Se había convertido en un interpelante incómodo en las ruedas de prensa de la vocera presidencial, Carolina Jaramillo, quien en tiempo récord ajustó su discurso a la línea política de ADN, pese a haberla criticado con firmeza en otro momento. Ese ajuste ideológico parece hoy requisito para integrar el personal al servicio del oficialismo.
El fin de semana, Alcívar denunció que se le prohibió el ingreso al Palacio de Carondelet para cubrir la rueda de prensa de Jaramillo. La restricción, dijo la vocera, obedecía a “protocolos” y a que él habría grabado en “espacios restringidos”: fórmulas formales, vaguedades habituales en la comunicación oficial.
Alcívar, que todo lo graba, desmontó rápidamente la versión oficial mostrando un video en el que se ve cómo militares lo amedrentan para que deje de grabar en pasillos que históricamente han servido a la prensa para coberturas, transmisiones y declaraciones. Aunque Jaramillo ofreció permitirle el ingreso, eso no ocurrió; Alcívar volvió a denunciarlo públicamente.
Lo que podría parecer un incidente aislado es, en realidad, la tónica de una dinámica que el gobierno ha ido instalando con sigilo y consistencia. Sus acciones muestran con claridad cómo concibe su relación con la prensa.
Durante más de tres semanas de movilizaciones, las denuncias de agresiones contra periodistas por parte de las fuerzas del orden no han cesado. Organizaciones defensoras de la libertad de expresión han alertado sobre abusos, impedimentos y falta de garantías para quienes cubren las protestas. Fundamedios ha registrado 46 agresiones; 38 de ellas contra periodistas y trabajadores de la comunicación, 31 cometidas por agentes estatales, de las cuales 20 fueron policías.
Todo esto ocurre a pesar de que durante meses se trabajó en un protocolo de cooperación y comprensión mutua para garantizar la libertad de expresión. Pero de poco sirven los esfuerzos de la sociedad civil si el gobierno finge ceguera cuando sus agentes agreden a la prensa, evitando siquiera reconocer que los hechos existen.
“No hubo heridos”, declaró el ministro del Interior, John Reimberg, en Teleamazonas tras la manifestación del 12 de octubre, aunque ya circulaban alertas sobre al menos cinco periodistas agredidos. Reimberg ignoró la evidencia y evadió responder directo cuando se le preguntó si reconocía los excesos contra la prensa. Pocas horas después, Ecuavisa difundió que su colaborador Santiago Gil, operador de dron, había sido golpeado con un tolete pese a identificarse como prensa; la agresión le fracturó la mano y provocó una baja médica de 28 días.
Estos episodios se suman a decisiones previas que evidencian qué tipo de prensa busca el oficialismo: sumisa, crédula y obsecuente; un altavoz de la versión oficial que no contraste, no verifique ni contextualice; que minimice cualquier voz discrepante, que aplauda a sus autoridades sin importar lo que hagan, que reproduzca titulares fabricados en Carondelet o incluso los cree o compre.
Las señales han sido claras: la salida del aire de Los Irreverentes y la expulsión de la periodista Alondra Santiago —amparada en un supuesto “riesgo para la seguridad nacional” nunca explicado— fueron alarmas tempranas. No fueron las únicas. La intolerancia al escrutinio se ha evidenciado con torpeza: Zaida Rovira, hoy ministra de Gobierno, denunció a la abogada María Dolores Miño por llamarla “alfombra del poder”; Julio José Neira, secretario de Integridad Pública, calificó de “terrorista digital” al periodista Álvaro Espinosa; la vocera presidencial tildó de “pendejo” al periodista Martín Pallares; y Diana Jácome me deseó “bendiciones” días antes de que retiraran del aire el programa en que yo participaba.
Hoy es Enrique Alcívar. Y, otra vez, justificativos, evasivas y minimizaciones. Como si cada caso fuera aislado. Como si no se tratara de un mensaje colectivo: “miren lo que pasa si se pasan de la raya”.
Todo esto ocurre en un contexto donde el Estado ha permitido —y celebrado— el uso de la fuerza contra periodistas. Durante el paro, reporteros fueron golpeados, gaseados y obstaculizados por agentes del orden. No hubo una condena firme del Ejecutivo. El Consejo de Comunicación se refugió en el mutismo, y el Mecanismo de Protección a Periodistas ni siquiera tiene presupuesto. El mensaje es claro: están solos.
Mientras los críticos son silenciados, perseguidos o excluidos, los pasquines afines al régimen avanzan sin obstáculos. Medios disfrazados de periodismo reciben acreditaciones oficiales, acceso institucional y recursos públicos para repetir propaganda, fabricar ataques y desinformar. No cumplen estándares mínimos, pero gozan del favor del poder porque su función no es informar: es sustituir el periodismo por ruido funcional.
El patrón es nítido: expulsiones, cancelaciones, represión física, exclusión institucional y privilegios para voceros disfrazados de medios. Todo ello ocurre sin una respuesta proporcional del sistema democrático ni una solidaridad plena del gremio.
El mensaje es deliberado: no necesitan prohibir el periodismo crítico si logran que los propios periodistas se autocensuren por miedo a la exclusión, el hostigamiento o el castigo estatal.
Cada expulsión, cancelación, agresión o veto no solo sanciona a una persona: funciona como advertencia colectiva. Y cuando el escarmiento sustituye a las garantías, lo que se instala es la obediencia. Si como gremio no se reconoce que estas no son anécdotas sino lecciones disciplinarias desde el poder, el próximo silencio no será impuesto: será aprendido.