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Esto no es político

La violencia silenciosa

María Sol Borja

Periodista. Conductora del podcast Esto no es Político. Ha sido editora política, reportera de noticias, cronista y colaboradora en medios nacionales e internacionales como New York Times y Washington Post.

Actualizada:

04 jun 2025 - 05:55

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En un país cada vez más acostumbrado al estruendo del crimen —las imágenes de asesinatos, el sonido de las balas, los cuerpos ensangrentados tirados en el piso, el llanto descontrolado de quien ha sido tocado por el crimen— hay otra forma de violencia que no hace ruido. 

No genera titulares, no abre noticieros, no se convierte en el tema del día en redes sociales, no es tema de discusión. Es una violencia que no se grita, pero que se arrastra como un fardo pesado que trunca proyectos de vida y condena a miles de niños y jóvenes a perpetuar ese círculo del que no pueden salir.

Esta violencia se vive con los dientes apretados, con la ropa en una bolsa de supermercado, con la última imagen de aquella casa que se llamaba hogar y de la que urge salir para salvar la vida.

Se llama, desde el lenguaje burocrático de los pocos que la nombran, desplazamiento interno forzado. Tres palabras que suenan lejanas, frías y que no alcanzan a evidenciar la magnitud de sus implicaciones, pero que nos dan al menos las cifras: más de 100.000 personas huyeron de sus hogares en 2024 por la escalada de violencia en nuestro país, según el Consejo Noruego para los Refugiados. Solo Haití y Colombia, nos superan en la región.

Familias que abandonan sus casas porque alrededor los tiroteos no paran, porque a uno o varios niños ya les alcanzó la “bala perdida” incluso estando dentro de sus casas. Ya ni ahí pueden estar protegidos de los coletazos de la violencia que los alejó, primero de los parques, luego de las calles, y finalmente, los expulsa de sus propias casas, para convertirlos en ciudadanos errantes, sin esperanzas, sin la certeza de tener un techo bajo el cual dormir la próxima noche.

Estos desplazamientos en Ecuador crecen como crecen las grietas que no vemos en una pared vieja: silenciosamente, como marcas desatendidas que advierten lo que nos negamos a ver, el desmoronamiento de toda una generación que está creciendo sin oportunidades.

Son miles de personas —niños, madres, adultos mayores— a quienes la actividad criminal en el país los ha obligado a cerrar escuelas, abandonar sus hogares y rehacer sus vidas en condiciones de incertidumbre, dice el informe.

Porque llegaron las bandas. Porque les dijeron que se fueran. Porque su hijo menor de edad fue amenazado para ser reclutado. Porque su hija, aun con uniforme escolar, fue violentada al regresar en la noche del colegio. Porque una noche escucharon una ráfaga de disparos y entendieron que su casa ya no era suya. Porque no quieren engrosar las cifras de vidas perdidas.

Y se van. Caminan. Huyen. Buscan refugio en otro barrio, en otra ciudad, donde algún pariente los pueda recibir por unos días, hasta que se organicen, busquen trabajo, escuela para los niños, una nueva esperanza.

Lo pierden todo: el arraigo, la rutina, los afectos, los pocos vínculos que quedaban en un barrio en donde podían sentarse en la vereda a conversar con los vecinos o jugar a la pelota los domingos en la tarde. Pero eso se acabó. De a poquito, la violencia se fue tomando las calles, el parque, las casas, los negocios y sus vidas.

¿Cómo se contabiliza ese avance de la violencia que, sigilosa, se apodera de las vidas de miles de vecinos en Esmeraldas, Manabí, Guayas y Los Ríos?

Así, en silencio, sumando una pérdida tras otra, resignándose a que, por lo menos, aún hay vida para volver a intentar, volver a invertir en un pequeño negocio, volver a confiar en que los hijos puedan ir a otra escuela y quizás, con suerte, jugar en otro parque.

Así, en silencio, miles de familias abandonan sus hogares y la violencia sigue tomando territorios, mientras el estado y la sociedad se enteran poco o nada de estos casos que parecen aislados, que generan sospechas y estigma —en algo malo andarán para que tengan que irse— y perpetúan un destino de empobrecimiento y desigualdad.

¿Dónde está el estado para proponer políticas claras que eviten que los barrios más empobrecidos se conviertan en mano de obra para el crimen organizado?

Sin políticas públicas claras para atender a la población en riesgo, aquella que no puede salir de los barrios tomados por el crimen porque no tiene a dónde ir. Tampoco las hay para los desplazados. Solo hay abandono.

Mientras tanto, se sigue hablando de seguridad en términos de cárceles, militares, drones, mano dura. Se sigue reduciendo la violencia a una postal de narcoestado, sin mirar sus efectos concretos sobre la vida cotidiana de las personas. El estado omite sus obligaciones de garantizar mínimas condiciones de vida a los ciudadanos y solamente los regresa a ver cuando son una cifra más de la violencia, cuando han sido cooptados por el crimen organizado, cuando ya no queda nada que hacer.

Esa es la condena invisible de miles de ecuatorianos que están atorados en esta mal llamada guerra contra el crimen, con pocas o nulas posibilidades de sobrevivir. Quizás porque esta violencia no se ve como una bomba en una casa, ni interrumpe una entrevista en vivo como la toma de un canal ni se menciona en la boca de los políticos que se entrevistan en televisión nacional.

Es silenciosa. Es solitaria. Y sus consecuencias, devastadoras, no solamente para quienes la padecen, sino para la sociedad que se niega a verla y a nombrarla, porque eventualmente puede llegar a nuestras ciudades, a nuestros barrios, a nuestras casas y entonces quizás será demasiado tarde para todos.

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