Columnista invitada
El verdadero facilitador del crimen organizado no es la mafia: es el Estado
Experta en prevención de crimen organizado. Docente de la UG, con más de 5 años de expertise en prevención de crimen organizado y lavado de activos. Licenciada en Relaciones Internacionales y Ciencias Políticas. Máster en Seguridad.
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En varios países de América Latina, ciertos grupos delictivos vinculados al crimen organizado están siendo catalogados como organizaciones terroristas. La lista es heterogénea: desde el Muslim Brotherhood hasta la Segunda Marquetalia, junto con algunos carteles mexicanos que mantienen un dominio casi monopólico sobre las cadenas de valor de la cocaína. Sin embargo, en la conferencia de GI-TOC este diciembre de 2025, el crimen organizado no fue concebido como un fenómeno terrorista, sino como una expresión profunda de corrupción social, sostenida por facilitadores incrustados en estructuras legales, policiales y comunitarias.
Las razones detrás de estas designaciones no responden a criterios técnicos, sino a cálculos políticos. Para algunos gobiernos, etiquetar a un grupo como “terrorista” sirve para evitar sanciones comerciales de Estados Unidos hacia productos locales provenientes de países “aliados políticamente”. Para EE. UU., es una herramienta que permite congelar los activos de estas organizaciones dentro del sistema financiero. Sin esa clasificación, la inmovilización del patrimonio ilícito sería prácticamente imposible.
En la práctica, varios gobiernos latinoamericanos han adoptado la estrategia impulsada por la administración Trump, con la doble intención de eludir los aranceles y asegurar los recursos provenientes de la cooperación militar estadounidense. Es una suerte de “guerra contra el terror 2.0”, mal rediseñada para el hemisferio occidental.
El problema es que incluso para Estados Unidos esta estrategia resulta cada vez menos efectiva. A pesar de los miles de millones invertidos, los resultados son mínimos: los decomisos de cocaína representan apenas alrededor del 20% del volumen que realmente circula en el mercado ilícito. Y mientras la atención pública sigue enfocada en las lanchas go-fast, la mayoría de la droga se mueve a través de las grandes navieras y el comercio internacional legal.
La categorización de grupos criminales como terroristas puede resultar políticamente conveniente y generar aceptación electoral, pero es profundamente peligrosa. Las herramientas y estrategias para combatir el terrorismo y aquellas dirigidas contra el crimen organizado son radicalmente distintas. Confundirlas conduce a respuestas estatales ineficaces, costosas y contraproducentes.
Además, en América Latina prácticamente no existen grupos terroristas locales. Desde los años noventa, antiguas guerrillas como las FARC o el ELN, que alguna vez tuvieron motivaciones revolucionarias, han abandonado sus objetivos ideológicos y, en la práctica, se han vuelto “agnósticas políticamente”. Hoy los grupos armados y criminales de la región no responden a causas políticas, sino a la lógica del mercado ilícito.
Los grupos transnacionales buscan operar en sociedades “pobres” en un sentido amplio: pobres en democracia, pobres en sanciones debido a la impunidad, pobres en visión y en resiliencia institucional. Buscan sistemas donde personas e instituciones puedan ser fácilmente compradas. Esta es la esencia de la macrocriminalidad, un fenómeno que se sostiene precisamente gracias a la permeabilidad del propio Estado. No sorprende, entonces, que los ecuatorianos figuren entre los grupos migrantes que más adquieren bienes raíces en el sur de la Florida y en Dubái, destinos donde el mercado inmobiliario sirve para mover capitales ilegales.
A diferencia del terrorismo, el crimen organizado posee una enorme capacidad de adaptación y diversificación, tanto de mercados como de actores. Pensar en antiterrorismo estrecha la visión y reduce la capacidad de acción: nos lleva a interpretar a los grupos delictivos como entes aislados, como “los malos”, sin considerar a los facilitadores. Más allá de actores internacionales —como la mafia balcánica, que cumple un rol clave como broker global— existe un actor aún más determinante: el propio Estado. Reconocer esto es incómodo. Pero seguir ignorándolo es más peligroso.