Columnista invitada
La violencia en Ecuador es el síntoma; la corrupción estatal es la causa
Experta en prevención de crimen organizado. Docente de la UG, con más de 5 años de expertise en prevención de crimen organizado y lavado de activos. Licenciada en Relaciones Internacionales y Ciencias Políticas. Máster en Seguridad.
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La erosión institucional, la crisis penitenciaria, el deterioro económico y la fragmentación social no son fenómenos aislados, sino síntomas estructurales de la crisis que atraviesa Ecuador. Sin embargo, cualquier intento de construir un plan nacional de seguridad ciudadana está condenado al fracaso si evita confrontar la causa central que sostiene al crimen organizado: la corrupción. Nunca se mencionan las penas punitivas contra aquellos que lucran del crimen organizado y lo facilitan.
La discusión pública suele concentrarse en el uso de la fuerza, el estado de excepción o el aumento de penas. Pero la pregunta incómoda sigue sin respuesta: ¿qué está haciendo el Estado para desincentivar, de manera real y creíble, a quienes consideran integrarse a las economías criminales? El crimen organizado contemporáneo no es una suma de bandas violentas, sino una red de empresas transnacionales del delito con conexiones estratégicas en el sistema privado e instituciones de seguridad.
Como ha señalado Guadalupe Correa-Cabrera, el denominador común de los países que han enfrentado crisis profundas de crimen organizado, tales como México, Colombia, Paraguay, Italia y ahora Ecuador, es la corrosión del sistema social por la corrupción. Allí donde el Estado se vuelve permeable, el crimen se institucionaliza creando una gobernanza criminal. Uno de los rasgos más persistentes de este fenómeno, que el Plan Nacional de Seguridad Ciudadana 2025–2029 no toma en consideración, es la infracriminalización de sectores económicos clave debido a la corrupción. El lavado de activos continúa siendo tratado como un delito secundario y quienes facilitan estas operaciones, los brokers, no enfrentan consecuencias penales.
En Ecuador, la impunidad alcanza niveles alarmantes: cerca del 95 % de los patrimonios ilícitos permanece intacto. Esto responde a la ausencia de una Unidad de Inteligencia Financiera verdaderamente competente y autónoma. El dinero del narcotráfico se lava mediante múltiples formas: la adquisición de tierras, la inversión en industrias del juego, como el fútbol y las carreras de caballos, o a través de formas difíciles de detectar de lavado de dinero basado en el comercio (trade-based money laundering), donde no se requiere de ningún tipo de transferencia bancaria.
Por otro lado, de acuerdo con el Ministerio del Interior, en el marco del Plan Nacional de Seguridad Ciudadana, el 86,14 % de los homicidios intencionales se concentra en cantones del litoral ecuatoriano, particularmente en aquellos cercanos a corredores logísticos y portuarios. Esta distribución responde a las formas de gobernanza criminal que los grupos organizados necesitan para asegurar el tránsito de drogas dentro del territorio ecuatoriano y su salida a través de los puertos. Es por esto que dentro de Guayaquil, Isla Trinitaria, Guasmo Oeste y la Cooperativa Guayaquil son hotspots, donde desde los barrios se mueve el tonelaje de droga hacia los puertos.
La violencia se ha convertido en el mecanismo mediante el cual estos grupos imponen sus reglas. Se trata de una violencia estratégica y sostenida, en la que el acceso al mercado ilícito de armas resulta central. No es casual que, según las propias estadísticas del Ministerio del Interior, desde 2020 el uso de armas de fuego por parte de organizaciones criminales haya aumentado de manera exponencial.
Como documenta Human Rights Watch en su reporte de Putumayo, “los grupos armados imponen sus ‘reglas’ a comunidades enteras y amenazan a cualquiera que denuncie sus crímenes y abusos”. Asimismo, imponen toques de queda a los ciudadanos, donde incluso líderes barriales están empezando a morir.
Las estadísticas de violencia y los análisis sobre crimen organizado requieren algo más que la lectura mecánica de los números. En Ecuador, una de las explicaciones estructurales más repetidas por el plan nacional es la pobreza y la falta de movilidad social. Sin embargo, este enfoque resulta insuficiente. Reducir el crimen organizado a una consecuencia directa de la exclusión económica limita la comprensión de su verdadera naturaleza.
Una proporción significativa de sus engranajes criminales opera desde sectores de clase media y alta, con acceso a conexiones estratégicas con funcionarios públicos y actores privados, indispensables para el lavado de activos y el movimiento de drogas dentro del país.
De acuerdo con datos de ACLED, cerca del 70 % de la cocaína que se consume a nivel global transita por Ecuador. Esta realidad obliga a replantear el marco analítico: el crimen organizado no puede entenderse únicamente a partir del ejecutor directo del delito, sino como un sistema que depende de facilitadores, intermediarios y estructuras legales que hacen posible su funcionamiento. Mientras estos facilitadores permanezcan fuera del foco del debate y de la acción estatal, cualquier diagnóstico sobre la violencia en Ecuador seguirá siendo incompleto.