¿Qué hubiera pasado si…?
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
Actualizada:
A todos nos atrae echar los dados al pasado, en el plano personal y en el político. Ejemplos: ¿Qué hubiera pasado si Trump perdía la elección… o si Luisa ganaba la suya? ¿Qué hubiera pasado, estimado lector, si en lugar de estudiar antropología o sicología o filosofía, o lo que usted haya estudiado, seguía la carrera de finanzas y se hacía rico?
El novelista de los mochileros, Jack Kerouac, autor de ‘On the Road’, se plantea una pregunta nostálgica: “¿Qué me esperaba en el camino que no tomé?”. Pero, cuando las cosas salen mal, empezamos a buscar culpables y la pregunta se carga de mala energía, al estilo de: ¿por qué, carajo, me casé en vez de largarme a recorrer el mundo?
Anclados en la melancólica Florencia de los Andes, entre iglesias barrocas y caudillos populistas, creemos que eso de echar la culpa a otros es más quiteño que el agua de Güitig. Pero no, es un mecanismo de defensa universal. Valga una anécdota.
En la época de las farras juveniles, fuimos una noche a buscar a una gringa porque se había separado y sería bueno sacarla a bailar, dijo el que manejaba. Guapa pero desaliñada, la gringa entró al carro con una nube de mala energía. Todos permanecimos una rato en silencio hasta que ella estalló en un español pasable, con toques quiteño pues lo había aprendido aquí: “La Susana tiene la culpa porque ella me llevó a esa reunión donde conocer a that fucking Ecuadorian macho. Si me quedaba en la casa, otra vida sería”.
Como el genérico F.E.M. daba para todos, huelga decir que me desembarqué a los 10 minutos, pretextando un súbito y agudo dolor de cabeza. Luego me asaltarían una serie de preguntas: ¿Había tomado la chica gringa una mala decisión, o era su destino? ¿Existe el destino como algo inalterable que está marcado por los dioses?
Humm, depende de qué estamos hablando. Jung dice por ahí que, cuando no hacemos consciente el inconsciente, le llamamos destino a lo que nos pasa. Vistas así las cosas, ¿habría venido la gringa al Ecuador movida por el deseo de hallar un latín lover? ¿Cuánto pesan los estereotipos colectivos –o, si prefieren, la ideología– en este tipo de decisiones?
Ampliando la mira a la sociedad en su conjunto, a partir de la pregunta: ¿Qué hubiera pasado si…?, que suena tan ingenua, se ha desarrollado una rama de las ciencias históricas, la historia contrafactual, que, aplicada con rigor en la búsqueda de las causas de un fenómeno político, obliga a ir descartando factores aleatorios tales como la amiga Susana o la nariz de Cleopatra.
Una especulación clásica en este campo ha sido plantearse qué hubiera pasado si Hitler ganaba la guerra. Pero los historiadores serios descartan esa posibilidad, señalando que ni siquiera las batallas en tierra eran decisivas para el desenlace final. Más importante era el poder aéreo y naval en general, y el poder económico muy superior de EE.UU.
Ochenta años después, ahora que las elecciones chilenas han significado la estrepitosa derrota de la izquierda a manos de la derecha unida, se emiten comentarios muy diversos, desde atribuir el fracaso electoral al fracaso del presidente Boric hasta echarle la culpa a… Hitler, un Hitler que es la encarnación del Mal y por tanto es inmortal.
Tan inmortal como su discípulo, el general Pinochet, que, en la desopilante película ‘El conde’, de Pablo Larraín, es un vampiro que sigue planeando sobre Chile, donde persisten sus ideas.
Quien mejor sintetizó ese enfoque fue el presidente de Colombia, en uno de esos tweets que no tienen desperdicio: “Triste que Pinochet tuvo que imponerse a la fuerza, pero más triste ahora es que los pueblos elijan su Pinochet: elegidos o no, son hijos de Hitler y Hitler mata los pueblos”, ha sentenciado Gustavo Petro, quien olímpicamente desprecia al 60 por ciento de los chilenos. Hay que estar muy chispo y/o jalado para pronunciarse así desde la Casa de Nariño.
Hacia 1913, cuando Hitler era un artista fracasado en Viena y el tango arreciaba en París, la crême de la crême también bebía, no aguardientico sino champagne, jalaba cocaína y se enredaba en esa danza erótica que naciera en los prostíbulos de Montevideo.
Tres años después se empezó a escuchar ‘Maldito tango’, donde una virginal muchacha se lamentaba: “La culpa fue de aquel maldito tango/ Que mi galán me enseñó a bailar/ Y que después, hundiéndome en el fango/ Me dio a entender que me iba a abandonar”.
Pues sí, culpar al tango es más elegante que maldecir a un ecuatoriano que, a lo sumo, le habrá enseñado a bailar cachullapi a la gringuita. Pero queda flotando una duda más aguda: ¿qué habría pasado si Hitler no era rechazado por la Academia de Bellas Artes de Viena y se destacaba como pintor?