Perro mundo

Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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La vida no vale nada en estos tiempos aciagos. Pasando un día nos enteramos de que sicarios en moto han asesinado a 5 o 10 personas que charlaban en la vereda o en un billar y ya ni nos mosqueamos. Oímos esas noticias como oír llover. Salvo que llueven muertos.
Nos hemos acostumbrado también a que el bombardeo de ayer sobre Gaza haya exterminado a 50 o 70 palestinos más, la mitad de ellos niños, y que la cuenta a favor de Israel se aproxime a los 70 mil cadáveres.
Y en la invasión a Ucrania, además de la diaria masacre de civiles, Putin ha llevado a la muerte a 200 o 300 mil jóvenes reclutas rusos, los números son imprecisos puesto que son carne de cañón. Ya lo dijo el novelista de guerra Erich Maria Remarque: “Una muerte siempre es una catástrofe; cien mil muertes son solo una estadística”.
La paradoja es que, en lugar de hacer lo posible por ayudar a detener esas y otras carnicerías donde mueren sobre todo los pobres, la élite del mundo está preocupada en vivir más de cien años, por ahora, pues el objetivo final será alcanzar la inmortalidad… para quien pueda costeársela.
Un artículo de ‘El País’ sobre la moda de la longevidad destaca que: “El deseo de una vida eterna es tan antiguo como la humanidad”. Pero la longevidad se vive hoy como una serie de privilegios que permiten frenar el envejecimiento y en ciertos casos revertirlo. “Y todo esto se cobra a precio de oro”.
Por otro lado, si antes los genios se volvían inmortales escribiendo ‘Hamlet’ o ‘Don Quijote’, hoy la inteligencia artificial presenta una alternativa para gente del común. Hay empresas chinas que ofrecen cargar en una memoria toda la información disponible de una persona viva o muerta: fotos, textos, audios, videos… y crear una suerte de clon digital para que sus parientes y amigos puedan seguir charlando con la/el finado que con un solo click podrá recuperar voz y andares juveniles y hasta elaborar pensamientos.
Se ha llamado la atención sobre los problemas psicológicos que estas tecnologías generan, pero si ya funciona un Jesucristo digital, ¿por qué no una mamá con la que sus hijos puedan interactuar en la pantalla, pedirle consejos y cantar juntos? Luego vendrá el holograma, que se hará presente en la sala de la casa, el dormitorio o donde sea convocado.
Ni el Quijote ni la computadora sino la vida en carne y hueso: saltándose algunas barreras éticas y legales, técnicamente ya pueden reproducir –de la misma manera como crearon a la oveja Dolly, pero a partir de una célula humana– una copia exacta, o mejorada, con ojos verdes, si prefiere el paganini, sin alergias ni alopecia ni otras fallas genéticas.
Pero nada de eso desvanece la sentencia de muerte que pende (todavía) sobre los seres vivos. Tampoco aclara el llamado misterio de la muerte, que es absolutamente subjetivo, producto del miedo natural a la muerte, anclado en el instinto de supervivencia que ha evitado la extinción de la estirpe.
Aunque todo es relativo: si le preguntan a un palestino o ucraniano, lo único que anhelan es que paren de tirarles bombas y les dejen vivir y morir en paz, en su tierra, libremente. El enfoque abarca a los millones de pobres de la Tierra pues la pretendida longevidad, diez o veinte años más de vida en condiciones paupérrimas, acosado por una legión de problemas y enfermedades no le interesan ni al más optimista.
Lo que sí interesa a todos es el razonamiento del filósofo Epicuro: “La muerte no es nada para nosotros, porque cuando nosotros existimos, la muerte no está presente; y cuando la muerte está presente, nosotros ya no existimos.” Parece un juego de palabras, pero devela una solemne verdad.
Como la devela el escritor colombiano Tomás González cuando responde en una entrevista que la muerte puede que sí sea un evento aterrador: “Pero puede que no. Más aterrados habríamos estado, tal vez, si nos hubiéramos dado cuenta de que estábamos a punto de nacer”.
Tal como anda el mundo, lleva mucha razón. Por eso, los jóvenes acomodados se niegan a tener hijos mientras sus padres anhelan vivir para siempre. Perro mundo.