Fantasías del poder
Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Luego de mirar la tercera temporada de ‘La diplomática’, que lanzaron la semana pasada, dudo si tendrá sentido comentar una serie de ficción cuando la realidad política supera cada día a la más descabellada idea de cualquier guionista profesional que se rija por los parámetros de la verosimilitud. Basta ver a presidentes como Gustavo Petro, con sus cursilerías macondianas, o al roquero Javier Milei o a Donald Trump, alimentando los noticieros y las redes con declaraciones insultantes, incoherencias y desplantes de engreídos.
Sin embargo, un video de Trump, hecho con IA, marca nuevas cotas de vulgaridad: el sábado tarde, luego de las gigantescas manifestaciones convocadas con el lema de ‘No Kings’, el presidente subió un reel donde, luciendo su corona de rey, despega al mando del caza bombardero llamado King Trump y deja caer chorros de caca sobre los manifestantes que reclaman en las calles de Nueva York.
No sorprende la vulgaridad pues proviene del mismo autor de ‘Grab them by the pussy’, pero ahora no es el magnate cazando mujeres, sino protagonizando una alegoría de los bombardeos que ordenan otros ególatras sobre los palestinos de Gaza o los niños de Kiev.
‘La diplomática’ es más fina, por supuesto, aunque sus personajes exclaman ‘fuck’ y ‘shit’ a cada rato, tal como los billonarios de ‘Succession’. Hay también funcionarios de alto nivel que son afrodescendientes, incluido el canciller inglés; parecen exageraciones de lo políticamente correcto, pero que el espectador acepta, tal como acepta que el matrimonio Wyler influencie en el destino de Occidente.
De qué asombrarse si medio mundo acepta también, en la realidad, que el yerno del presidente Trump, que no detenta ningún cargo en el Gobierno, sea quien negocie el cese del fuego en Gaza junto con otro billonario comedido. Y los aplaude.
Quienes siguieron las temporadas anteriores (accesibles todavía en Netflix) saben que parte del atractivo de la serie es la manera desaliñada y algo atolondrada como Keri Russell interpreta a Kate Wyler, la embajadora de EE.UU. ante el Reino Unido; un toque de rebeldía que genera empatía en la audiencia.
Pero la joven inexperta que llegó a Londres en la primera temporada se ha convertido ya en un astuto animal político que disputa palmo a palmo los espacios de poder con su carismático y sagaz marido y con la vicepresidenta, hasta que ésta, al final de la segunda temporada, sucede al presidente de EE.UU., fulminado por un infarto mientras hablaba con… sí, con Hal Wyler.
Tranquilos, que no voy a soltar spoilers (o no demasiados).
En efecto, la lucha soterrada de las grandes potencias a propósito del atentado contra un buque de guerra inglés y del naufragio luego de un submarino nuclear ruso en las aguas del Reino Unido, pasa por la tempestuosa y también exuberante relación de la pareja, siempre al borde del divorcio.
En otras palabras, las tensiones internacionales, especialmente entre EE.UU. y el Reino Unido, se van reflejando en las crisis de los Wyler, cuyas mentes se acoplan mejor que sus cuerpos a la hora de desvelar conspiraciones o armarlas por su cuenta. Nuevamente el acierto de personalizar los conflictos, hacerlos aterrizar en gentes que parecen más próximas al espectador, que puede así tomar partido en una disputa internacional que no entiende.
En este gran escenario de la política, donde todo es espectáculo y los más importante sucede siempre en cuarto aparte, es el juego de las miradas, los diálogos cortantes, los silencios y sobreentendidos lo que hace avanzar la trama en los salones opulentos de un imperio decadente como el inglés, cuyo primer ministro luce calvo y pendejón en medio de tantas lumbreras que, con sus matices, juegan por Occidente.
Los malos de verdad, tanto en la serie como en la vida real, son los rusos, claro, pero esto no le preocupa a Donald Trump, ocupado en construir en la Casa Blanca un escenario apropiado para el día de su coronación efectiva.