La larga sombra del caudillo

Pablo Cuvi es escritor, editor, sociólogo y periodista. Ha publicado numerosos libros sobre historia, política, arte, viajes, literatura y otros temas.
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Del caudillo de verdad, quiero decir, pues han pasado 50 años desde que, en el crudo invierno de Buenos Aires, con una grabadora prestada y sobre unos casetes de los Beatles, realicé una serie de entrevistas al ecuatoriano más importante del siglo XX. Ese material fue la base para el libro que apareció en 1977: ‘Velasco Ibarra: el último caudillo de la oligarquía’.
Desde entonces hasta la semana pasada, me han preguntado innumerables veces cómo fue la entrevista, cómo era el doctor Velasco Ibarra, si era cierto que vivía modestamente, si era de carne y hueso, cosas así que la gente quiere saber de los personajes mitológicos.
El trámite fue sencillo: llamé por teléfono y me dijo que fuera el martes a su apartamento, ubicado en un clásico edificio de Palermo que todavía está en pie, con una placa de bronce en su memoria. Cuando el cinco veces presidente abrió la puerta me puse nervioso: alto, delgado, elegante, más hueso que carne, me hizo pasar a la sala, pequeña y decorada sobriamente.
Había oído hablar de él desde que tuve uso de razón, había participado en las marchas contra su quinto gobierno, era el cuco de los estudiantes y era mi primera entrevista a alguien de ese calibre, que seguía convincente y apasionado a sus 82 años y daba respuestas avasalladoras. Pero poco a poco me di cuenta que lo podía manejar dentro de ese juego pactado que es una entrevista, y empecé a divertirme mucho.
Él también se divertía narrando los diversos episodios de su agitada vida política mientras yo, con cara de ingenuo, le preguntaba cosas a las que jamás habría respondido cuando era presidente. Y que yo jamás me atrevería a preguntar ahora, aunque no me perdono no haberle preguntado por Esther Silva, su primera esposa.
Recién cuando volví al Ecuador e hice transcribir los casetes me di cuenta de todo su valor histórico, de manera que, con la audacia de mis 26 años, entregué una copia a los intelectuales más importantes del país: Benjamín Carrión, Alfredo Pareja, Pedro Jorge Vera, Manuel Agustín Aguirre, Agustín Cueva y alguien más. Debieron ver con ternura a este jovencito desconocido que les asignaba un tema, les daba un plazo de un mes para que escribieran sus ensayos y confesaba que no podía pagarles ni medio sucre.
Todos leyeron y me felicitaron cuando volví a hablar con ellos, pero el único que me entregó su ensayo fue Pedro Jorge, quien estaba terminando su novela ‘El pueblo soy yo’ sobre la vida de Velasco Ibarra y con su desenfado de mono dijo: ‘¡Me jodiste la novela, hermano!’
El libro se vendió como pan caliente y cuando llegó a manos del doctor Velasco, dijo que yo era un señor manso y culto que había aprovechado su imagen para hacer propaganda comunista y decir que mentía. Pero un año después increpó a los velasquistas que acudían a Buenos Aires para insistirle en una nueva campaña electoral: “¡El señor Cuvi escribió un libro sobre mi persona, ustedes no han hecho nada!”.
He vuelto a leer segmentos de las entrevistas y constato que ‘mi doctor’ sigue tan vivo, variado y profundo como en el primer día. En esas páginas palpita la historia ecuatoriana del siglo XX en boca de su principal protagonista, con sus blancos y sus negros, claro, con sus vivos y sus muertos, (‘vivos’ que se enriquecieron en sus gobiernos y muertos por la represión).
Las anécdotas se remontan a la figura dominante de su madre y del arzobispo González Suárez en su infancia; al arrastre de los Alfaros, del que fue testigo; a la columna que mantenía en El Comercio y fue la causante de que se convirtiera en diputado; a su papel en la Guerra de los Cuatro Días, su primera presidencia y todo lo que siguió.
José María Velasco Ibarra, “el último caudillo de la oligarquía”, dominó la escena política durante cuatro décadas y fue derrocado por última vez en 1972, precisamente cuando el país empezaba a cambiar con el primer boom petrolero. Fue, ante todo, un orador formidable que encandilaba a las masas en la época del balcón y la radio. Y fue un administrador impulsivo, con buenas intenciones, pero desordenado, que rápidamente caía en el autoritarismo.
Vivió dignamente en el exilio, dando clases de derecho y escribiendo ensayos políticos y filosóficos, porque fue siempre un hombre de libros que forjó su vida a su manera. Por eso, cuando le pregunte: “¿Cree usted en el destino?”, respondió tajante: “No, señor, yo creo en la libertad del hombre”. Suena bacán.