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El Chef de la Política

Renuncia anticipada: la “nueva” estrategia de nuestra maloliente clase política

Santiago Basabe

Politólogo, profesor de la Universidad San Francisco de Quito, analista político y Director de la Asociación Ecuatoriana de Ciencia Política (Aecip)

Actualizada:

11 nov 2024 - 05:55

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Intuitivo como es el pueblo, bien hace en huir de la maloliente clase política ecuatoriana. Por un elemental principio de asepsia, de respeto a la pulcritud personal, o simplemente por el natural temor de verse envuelto entre el estiércol propio de la mayoría de nuestra dirigencia política, aún quienes tienen genuino deseo de servir a la patria, se apartan. Tienen razón. Ese ejercicio de priorizar los valores cívicos por encima de las comprensibles ambiciones electorales, presente aún entre un puñado de ecuatorianos, debe reivindicarse. No se trata de gente que rehúye su compromiso con el país; por el contrario, se trata de ciudadanos en el amplio sentido de la palabra.  

Lo “nuevo” de nuestra mediocre clase política es pedir a los candidatos a asambleístas que firmen documentos que, palabras más, palabras menos, establecen su renuncia anticipada al eventual cargo de legislador, en caso de alcanzar una curul en el próximo proceso electoral. Así, sin mayor vergüenza. Tal cuál lo hace un minúsculo grupo de empleadores deshonestos cuando al ingreso del trabajador le solicitan firmar tanto el contrato como la carta de salida.

En el fondo, algo similar al modus operandi del chulquero que pide letras de cambio firmadas en blanco para garantizar su execrable negocio. De esa laya son, de ese nivel de pobreza intelectual son nuestros políticos. Por eso la gente les tiene repugnancia. Por eso la ciudadanía les desprecia y murmura sobre la legitimidad de sus actuaciones.

En su afán de perpetuar su vergonzoso modo de ganarse la vida, ahora los dueños de los partidos, desfachatez de por medio, dicen que esta medida, la de las renuncias anticipadas, es en aras a evitar el “transfuguismo político” (más conocido como cambio de camiseta política) y la consiguiente amenaza que ese comportamiento implica para el régimen democrático.

El diagnóstico es el correcto pero los medios para evitarlo son, por decir lo menos, deleznables. Si les importa efectivamente el país y la convivencia democrática, ¿por qué no han propuesto las reformas normativas necesarias para el efecto? La respuesta es simple: no lo han hecho porque eso implica trabajar y pensar, dos cosas que no caben en el repertorio de actividades a las que estos miserables destinan su tiempo.

La salida más fácil, obviamente, es conseguir un grupo de ambiciosos de poder que, sin chistar, sin leer lo que firman o aun leyendo asumen abiertamente su rol de vasallos, se pongan de pie juntillas en la esperanza de conseguir un espacio en la maltraída Asamblea Nacional.

Estos diminutos candidatos no solo dan el visto bueno a su eventual salida del movimiento que los llevará al poder sino también se alinean con una graciosa cláusula de objeción de conciencia religiosa que debe ser previamente consultada y aprobada por los dueños del negocio. En otras palabras, la libertad de cada asambleísta en temas espinosos como los relacionados con la fe, no son parte de su propio fuero, sino que deben ser sacramentados por el movimiento político. Nada de lo dicho es exageración, todo es surrealista, en el peor de los sentidos.

Con ese tipo de prácticas abyectas, difícilmente la gente con principios participará en política. Con esas estrategias cuasi delincuenciales de intentar resolver problemas de fondo, como en efecto es el hecho de que los que se desafilian del partido con el que llegaron se mantengan en las curules, las organizaciones políticas del país están destinadas a ser cada vez más el repositorio de material infeccioso. Como se dijo, afortunadamente aún queda gente que es capaz de rechazar estas candidaturas, bajo amenazas y criterios impropios, que la caterva de políticos inmorales que pululan en el ambiente está ofreciendo.

***

No se trata de analizar la efectividad jurídica de las declaraciones que aceptan firmar esos títeres que van a ser candidatos. Tampoco es el punto de discusión en qué medida esos recursos sirven como mecanismos de disuasión o persuasión política.

Lo realmente importante es que recurrir a esas declaraciones juramentadas, como requisito indispensable para la inscripción de las candidaturas, habla y revela de cuerpo entero la calidad ética de quiénes manejan los hilos de la vida pública del país.

Por eso, justificadamente, nuestra población mira con repugnancia a la maloliente clase política nacional y un puñado de personas con valores cívicos prefiere rechazar una participación electoral a ceder en sus principios.

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