“Tú me enseñaste a hablar, y lo que gano con eso es saber maldecir"

Periodista, escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción.
Actualizada:
El título de esta columna viene de "La Tempestad", comedia de William Shakespeare. El anciano Próspero, desterrado de la península itálica y despojado del ducado de Milán por su hermano, sobrevive en una isla deshabitada. Al navegar hacia su destino, le azotó una tempestad. Próspero descargó su mal humor insultando a Calibán, un esclavo deforme que le grita: “Me enseñaste a hablar, y lo que he ganado con esto es solo saber maldecir y blasfemar”.
En política, hay alianzas y hay subordinaciones estratégicas. Por ejemplo, la de un economista próspero y una señora candidata que aprendió a hablar. Ambos han declarado, sin rubor, que en las últimas elecciones presidenciales hubo fraude.
¿La prueba? Una tinta invisible que desplazó el voto por ella a Daniel. ¡Oh bolígrafo prodigioso! El votante escribe “voto por la señora”, y este voto al caer en la fresca y oscura ánfora electoral se trastorna en “voto de ella por Daniel”. “¡Oh noche que guiaste! / ¡Oh noche amable más que la alborada! / Oh noche que juntaste! / ¡amado con amada! / amada en el amado transformada!” [San Juan de la Cruz]
Hace pocos días, una delegación de expertos de la Unión Europea afirmó que el proceso electoral fue válido y que no hay evidencia de fraude. Eso de la tinta invisible es un sueño de una noche de verano, difundido por la candidata. Concluimos nosotros que fue una fantasía del Eco convertida en frenesí por la señora candidata. Pero el fenómeno ese aún más grave que la mera denuncia de fraude. Se ha configurado una relación simbiótica entre líder y subalterna, en la que no hay espacio para el disenso, ni siquiera para el sentido común. El relato lo establece él, y ella lo repite. Él sugiere que hubo “fraude”, y ella se desgañita.
Ahora, él insinúa que debe llevarse a cabo una auditoría del proceso electoral y ella lo exige de inmediato. Es la obediencia como método y la negación de la realidad como liturgia política. La señora no se atreve a disentir de su tutor ni siquiera cuando el mundo, la observación internacional, los datos técnicos, la lógica más elemental dice lo contrario.
El drama no es que ella hubiese perdido una elección. Es que pudo haberla ganado y así presidido la República, es decir, sin haber pasado nunca por el ejercicio básico de la autonomía. ¿Cómo aspirar a presidir un Estado sin tener un pensamiento propio? Esa es la pregunta que estremece a la inteligencia nacional.
Una presidencia de la señora hubiese sido la coronación simbólica de la abdicación de la razón en el vértice del Estado. Un tremendo riesgo de que la presidencia de la República quedase en manos de una figura sin autonomía real.
Pero la verdadera tragedia es del país, que ante esta grotesca experiencia exige, con urgencia, algo profundo, aunque difícil: abandonar el lumpen de la política, ese subsuelo moral donde prospera la astucia sin principios y la rapiña se erige en doctrina. La Historia no se repite como tragedia y farsa: aquí conviven ambas.
Necesitamos nuevas generaciones de líderes, con la lucidez suficiente para entender que la política —en su sentido más noble— es debate de ideas, no sumisión ni esclavitud a oros. Si perdimos el pasado por omisión, salvemos el futuro por convicciones y por una participación ciudadana libre, cuerda y responsable.