Una Constitución fallida no se reforma, se deroga

Periodista, escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción.
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El 14 de abril fue un acto de autodefensa ética El resultado del balotaje no puede leerse como un triunfo personal de Daniel Noboa. Si bien su figura fue central en el proceso, el verdadero significado de esa elección desborda al personaje: fue, en esencia, un grito colectivo de la ciudadanía que se cansó de normalizar lo aberrante y dijo: ¡Basta! No quiero seguir viviendo en esta indignidad”. ¡Basta al cinismo político! ¡Basta al miedo instalado como forma de vida! ¡Basta a la posibilidad de que el país se convierta en un satélite más del narco totalitarismo regional!”
Eso quiere decir, que en el pueblo ecuatoriano aún queda sentido común, instinto moral y deseo de República: virtudes sobre las que debe construir su futuro.
No fue solamente una victoria electoral apabullante: fue un acto de resistencia cívica. Daniel Noboa representó la última muralla institucional y simbólica frente a la inminencia de que la corrupción y el crimen organizado tomaran el poder por vía electoral. Luisa González, sumisa a Correa y a su promesa de reconocer a Maduro, simbolizaba la consagración de un modelo de impunidad transnacional, donde democracia y dictadura, populismo y narcotráfico, se confunden.
El voto fue una expresión de juicio y reproche, un ejercicio de superviven-cia colectiva; una reacción refleja ante un sistema podrido disfrazado de política y legalidad.
¿Qué corresponde ahora a Noboa? Comprender que no ganó solo un mandato político, sino la responsabilidad histórica de salvar la nación y refundar el Estado. Primero restaurar el orden institucional derogando la Constitución de 2008, no convirtiéndola en un “cajón de sastre” mediante enmiendas o reformas cosméticas.
Pretender que una Constitución fallida se regenere con retoques superficiales, sin cuestionar su espíritu plagado de vicios, no es ingenuidad: es un sesgo funcional al statu quo.
Peor aún sería convocar a una Asamblea Constituyente: un recurso que en condiciones normales podría parecer sensato, pero que, en un país donde el narcoestado ya ha demostrado ser más fuerte que el Estado formal —y donde, en 2007-2008, ya secuestró sin escrúpulos la voluntad popular para prostituirla, — tendría un efecto no solo paradójico, sino suicida. Sería como pedirle al ladrón que redacte el código penal.
Ortega y Gasset escribió: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo, no me salvo yo”. Si nuestra circunstancia constitucional puede salvarse mediante una medida metajurídica y de suprema legitimidad: la voluntad popular expresada en referéndum, corresponde derogar la Constitución de 2008 y, en unidad de acto, rehabilitar, con reformas, la de 1998: último texto que ofreció Estado de Derecho, equilibrio republicano y democracia funcional. Esa decisión está exclusivamente en manos del presidente, conforme al Art. 104, inciso 2, del Código Político en vigencia. Señores del gobierno: ¡exploren esa posibilidad, no con timidez jurídica ni cálculos subalternos, sino con inteligencia política, coraje histórico y sentido del momento!
¿Y la ciudadanía? Debe asumir que el crimen organizado no ha sido derrotado: solo perdió una elección. Su embestida criminal continúa con sevicia irrefrenable. Y se necesita un liderazgo muy fuerte, con visión de Estado, porque el narco crimen debe ser tratado como enemigo de guerra, no como delincuencia común.
Gobierno y sociedad deben reconstruir juntos la legitimidad nacional. Eso implica:
– Reabrir el diálogo sobre el país que queremos.
– Confiar otra vez en el voto, en la ley, en la palabra pública.
– Recuperar la seguridad: no como represión, sino como fundamento del pacto republicano de vivir sin sobresaltos.
Porque si algo reveló el 14 de abril de 2025, es que el Ecuador no está muerto…
Pero tampoco ha terminado de nacer.