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Roma no paga a traidores

Simón Espinosa Cordero

Periodista, escritor, miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua, miembro de la Comisión Nacional Anticorrupción.

Actualizada:

30 may 2025 - 05:55

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Toda república que premia a los traidores que la sometieron se niega a sí misma. Y cuando los verdugos regresan como funcionarios honorables, no solo se apaga la memoria, sino que se entierra la justicia.

El dicho “Roma no paga a traidores” tiene sus raíces en la cultura del imperio romano y en su profundo desprecio por la deslealtad. Aunque probablemente no sea una cita histórica literal, recoge con fidelidad el espíritu de Roma frente a quienes la traicionaban. La lealtad y el honor eran más valorados que la victoria conseguida a cualquier precio.

Según la tradición, la frase proviene de un episodio en que un general romano —Cayo Mario o Julio César— se niega a recompensar al enemigo que ha entregado a su jefe. La traición, para Roma, era más despreciable que la derrota.

Esa frase se aplica hoy al hecho de premiar, en democracia, a quienes fueron cómplices, beneficiarios o ejecutores de una dictadura o de un sistema infame de gobierno, como lo fue, en nuestro caso, el de la Revolución Ciudadana.

Y aquí la frase cobra sentido porque el llamado “Nuevo Ecuador”, que en palabras del presidente significa: "Venimos a romper ciclos, a hablar claro, a decir lo que nadie se atrevió" —que se supone busca el rescate de la democracia constitucional y republicana—, no puede recompensar a quienes agraviaron con la traición, traicionando él mismo sus principios fundacionales. La traición cometida al orden democrático, a la libertad y a la dignidad humana —mancilladas por un régimen totalitario y abusivo— no debería ser recompensada con un cargo.

Servir a una dictadura no es simplemente “trabajar para un gobierno”: es colaborar con un aparato que destruye libertades, manipula la justicia, persigue a los disidentes y saquea los dineros públicos. Es traicionar la democracia —reducida a una farsa electoral: el Estado de derecho, desfigurado por una Constitución al capricho del caudillo, y la ley puesta al servicio del delito. Pero el mayor traicionado es el pueblo: la nación, la ciudadanía, sometida a una pedagogía del miedo.

Cuando un gobierno democrático premia con un cargo o con beneficios de cualquier índole a quienes han traicionado, corroe el alma del partido que dice representar; sienta un mal precedente y se convierte en cómplice de la impunidad.

Además, al incluir al traidor en su proyecto, contamina su propio mandato y desdibuja los límites entre dictadura y república, entre justicia y oportunismo. Y lo peor: enseña a las nuevas generaciones que la memoria no importa, que el pasado se borra con un cargo, olvidando que “Roma no paga a traidores”.

Premiar a quienes sirvieron a un régimen de oprobio envía un mensaje de impunidad histórica, degrada el significado del servicio público y consolida la amnesia como estrategia política. Si todo esto sucediera… ¿qué sentido tuvo la lucha por la democracia?

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